lunes, 25 de junio de 2012

ROCK Y CIENCIA FICCION (I): En la misma búsqueda


El rock y la ciencia ficción tienen muchos puntos de contacto. Para encontrarlos, debemos detenernos en la música que comenzó a gestarse a mediados de los ‘60 y que explotaría con fuerza una década después. Un nombre ocupa el meritorio lugar de “pionero de la música sideral”: Pink Floyd.

La primer patada que conmovió los cimientos de la sociedad norteamericana tuvo nombre y apellido: Elvis Presley, el Rey, un arma efectiva que acabó con las formalidades, imponiendo la moda del “qué me importa, soy joven”. La segunda llegó unos años después, concretamente el 7 de febrero de 1964, cuando cuatro muchachos ingleses fueron depositados en el aeropuerto Kennedy. Los Beatles reflejaban en su poesía todo un modo de vida, insinuando qué agradable sería cambiar algunas cosas.

El primer paso concreto de aquellas insinuaciones se dio en 1966. La música del cuarteto de Liverpool trasladó ese cosquilleo que aparecía en la planta de los pies e invitaba a bailar, a otra zona del organismo que hasta entonces nadie se había preocupado en despertar: el cerebro. Con Revolver y, sobre todo, con Sargento Pepper, los músicos fueron el detonante de la tercera patada, la más visceral, la que sacudió a los Estados Unidos y lo llevó a sentir que unos cuantos miles de jóvenes hacían tambalear sus estructuras.

Aquellos que se hacían llamar Hijos de las Flores, comenzaron a reunirse en el Golden Gate Park de San Francisco con un sólo propósito: escuchar música. Los guías son grupos con nombres tan extraños como Jefferson Airplane. Pronto comenzarían a aparecer reductos, bares, boutiques, órganos de información y hasta radios piratas que se encargan de difundir la música que escuchaban los hippies. Esa música, pronto bautizada como psicodelia, tenía un solo propósito: que el oyente liberara su espíritu y su mente. Cada nota se percibía como parte importante del tiempo y del espacio.

Pink Floyd: a volar, a volar...

"Todo lo que tocas, ves, saboreas,
sientes, amas, odias.
Todo lo que dudas, ahorras, das, repartes,
compras, mendigas, prestas o robas.
Todo lo que creas, destruyes, 
lo que haces, dices, comes.
Todas las personas que encuentras,
cada una que desprecias,
cada una por quien peleas.
Todo lo que es ahora, ha sido, va a venir
y todo bajo el sol está en armonía.....
Pero el sol es eclipsado por la luna."

¿Cuando se fusionan el rock y la ciencia-ficción? Tal ve cuando el primero comprendió que podía ser algo más que un simple movimiento de caderas. Cuando el mensaje se puso por delante de las posturas revolucionarias. Cuando los jóvenes, cansados de tanto Vietnam y tanto napalm ardiendo en la piel, se rebelaron a que la historia personal de cada uno concluyera con un disparo y comenzaron a buscar ese otro lado, un poco más allá de este sitio, en otros mundos más habitables que la propia Tierra. Y esos otros mundos podían encontrarse afuera, en las estrellas, o bien dentro de uno mismo.

El grupo británico Pink Floyd marcó el hito definitivo de esta nueva corriente. Sus integrantes eran estudiantes apasionados por la electrónica y la ficción y no tardaron en montar sus shows con elementos absolutamente desconocidos en aquel entonces. Mezclaban sonidos e imágenes, juegos de luces que se hallaban en armonía con la música que interpretaban. Había ecos, efectos de distorsión, luz negra, proyecciones giratorias, fiebres varias y sueños científicos.

La magnitud de los conciertos de Pink Floyd fue creciendo en la búsqueda de un “espectáculo total” para los sentidos que atrae con su show de luces y proyecciones de películas durante los conciertos, entre ellas los films under de Yoko Ono y de Andy Warhol. Al sonido cuadrafónico, las burbujas giratorias y los estroboscopios, se suma un light show líquido (presentado bajo el delirante título de Juegos de Mayo: Era espacial y relajación para alcanzar el clímax de la Primavera), que consiste en inyectar líquido coloreado entre dos placas de cristal. La idea es sumir al público en una burbuja de impresiones sensoriales, un espectáculo absolutamente original para la época que no ha vuelto a repetirse y del que Pink Floyd es pionero.

Para cerrar el cuadro, el alma mater del grupo, Syd Barrett, evocaba permanentemente a H. P. Lovecraft. La psicodelia y el llamado “Sonido de Canterbury” -abierto a la improvisación del free-jazz- y la cultura del ácido lisérgico invaden Inglaterra. Largas composiciones de media hora que iban más allá de cualquier modelo y letras sobre gnomos, astronautas, animalitos del bosque y personajes identificables por el under londinense, salen de la cabeza de Syd y van dando forma a un repertorio absolutamente original.

El primer álbum de Floyd The Piper at the Gates of Dawn (El Flautista a las Puertas del Amanecer) incluía temas como Interstellar Overdrive (una ópera espacial que relata la conducta de una nave interplanetaria que, después de dejar atrás los embotellamientos del suburbio terrestre, se sumerge en el infinito) y Astronomy Domine, considerado como la contribución más bella que el rock le hiciera a la ciencia-ficción. Poco después, Barrett pasaría a retiro, seriamente afectado por síntomas de paranoia avanzada, pero la ciencia-ficción continuará dominando el estilo del grupo. Temas como Dirígeme al Cielo, Atom Heart Mother o Ecos (una larga “suite-sideral”) impulsan a que el público habitual del ballet descubra las bondades del Space Rock, como se lo llamaba, y se interese por esta nueva experiencia. Los seguidores de Floyd aumentan.

El 17 de marzo de 1973, aparece el álbum Dark side of the Moon (El lado oscuro de la Luna), considerado por muchos el punto culminante en la carrera de Pink Floyd. Uno de los álbumes mejor producidos en la historia del rock, replantea la temática que años antes intentara con éxito el grupo The Moody Blues, los creadores de los álbumes conceptuales y pioneros del rock sinfónico con su L.P. Los días del futuro pasaron. Así, este disco de Floyd se basaba en los problemas del hombre en la sociedad: el aire que respira, el tiempo que se le escapa, el dinero, el amor, el stress y la locura.

El título del álbum está tomado de la frase “I’ll see you on the dark side of the moon” (“Te veré en el lado oscuro -la cara oculta- de la luna”), último verso del tema Brain Damage, composición de Roger Waters en homenaje a Barrett, cuya presencia inmanente es gravitante en la historia de Pink Floyd y se manifiesta claramente en esa canción.

"Cierras la puerta y tiras la llave.
Hay alguien en mi cabeza que no soy yo...
Y si la nube descarga el trueno en tu oído,
gritas y nadie te oye...
Y si la banda en la que estás tocando
empieza a hacer diferentes melodías,
te veré en la cara oculta de la Luna..."

La Nueva Era

Con la aparición de esa nueva corriente musical, cierto sector de la juventud se dedicó a pensar. Los músicos de rock ya no gozaron del delirio de sus seguidores y dejaron de aparecer los fans que amenazaban con matar o matarse por conseguir un mechón de pelo o el botón de la camisa de alguno de sus ídolos. Con ellos desaparecieron también los mecánicos pasos de baile.

Mientras 2001, A Space Oddisey atraía multitudes en los cines de todo el mundo, en 1968, David Bowie editaba el álbum Space Oddity (Rareza Espacial), jugando con las palabras del título del film: “Estoy flotando en forma peculiar y las estrellas se ven distintas. Aquí estoy, sentado en una lata, lejos del mundo. El planeta Tierra es azul y no hay nada que yo pueda hacer. Aunque estoy a cien mil millas de distancia, estoy tranquilo. Mi nave sabe adónde va...”

Casi simultáneamente, King Crimson grababa In the Court of the Crimson King (En la Corte del Rey Crimson), incluyendo allí un par de temas históricos como Hombre Esquizofrénico del Siglo XXI, ese que “no necesita realmente nada de lo que compra”, o Niña de la Luna, la que “juega a las escondidas con los fantasmas del amanecer,... esperando la sonrisa de un niño del sol”.

Gracias a estos y otros trabajos, el ser humano comenzó a moverse guiado por el espíritu debido a que las grabaciones fueron concebidas concretamente para ser escuchadas. Así lo entendió el público y, por primera vez, transitó los rincones del sonido, descubriendo que entre una nota y la siguiente cabía un mundo de imaginación librada exclusivamente al captor del mensaje. Esa misma imaginación que se profundizaría en los años siguientes.

"Muy lejos, la gente le escuchó decir:
“Encontraré un camino, 
vendrá un día en el que se hará algo”.
Más tarde, la poderosa nave,
descendiendo como en llamas,
tomó contacto con la raza humana.
Ahora es el momento de estar atento.
(...) Luz del sol, hay algo en mi ojo,
algo en el cielo esperándome.
(...) El soldado querría respirar.
Los recuerdos se alejan,
como un torrente sinuoso,
como Lucy en el cielo.
(...) Reuniendo sus poderes cósmicos
y despegando suavemente
desde las puntas de sus dedos,
las naciones psicodélicas vuelan."

H. G. WELLS: Una desesperada utopía

Nacido en una familia humilde del barrio de Kent en Londres y dueño de una desbordante imaginación, a H. G. Wells le debemos trabajos colosales en el género de la novela de anticipación. Aquí revisamos las que tal vez sean las tres obras más importantes de un hombre que pasó de creer que las inmensas fuerzas materiales puestas a disposición de los humanos podían ser controladas por la razón y utilizadas para el progreso y la igualdad entre los diferentes habitantes del mundo, a concluir –en sus últimos años de vida– que la humanidad caminaba hacia su destrucción, fruto del odio y la ambición.

Cierta mitología cultural relega a Herbert George Wells como el escritor que inventó ese género conocido como Ciencia Ficción. El cine y la televisión desempolvan sus novelas y cuentos para que el espectador descubra que los efectos especiales son más impresionantes que la trama urdida por este autor inglés. Sin embargo, Wells fue en primera instancia un hombre de ciencias y un humanista confeso y a la par de esta pasión surgió su vocación de escritor.

Porque a pesar de su formación científica natural (era biólogo y físico) a H. G. Wells siempre le llamaron la atención los temas de las disciplinas humanas. Y es evidente que algunas de sus obras más importantes no pueden ser leídas sólo como ficción científica, ya que el autor no solamente hace un acertado análisis de la sociedad de su época, sino que además se aventura a profetizar cómo terminará la humanidad si es que no deja de lado los permanentes conflictos de unos contra otros.

Aunque las tramas tenían su acento en alguna especulación de la ciencia de su tiempo, su intención era buscar el trasfondo humano. Toda la obra de H. G. Wells está influenciada por sus profundas convicciones sociales y ya en sus primeras novelas, esas que lo han convertido –a su pesar– en uno de los más grandes escritores de ciencia ficción, podemos observar su preocupación por el destino de la humanidad. En La Máquina del Tiempo (1895) aborda el tema de la lucha de clases; en La Isla del Doctor Moreau (1896) y El Hombre Invisible (1897), los límites morales de la ciencia y la obligación del científico de actuar de forma ética más allá del poder que le otorgan sus descubrimientos; finalmente en La Guerra de los Mundos (1898), la crítica de los usos y costumbres de la época victoriana y las prácticas imperialistas británicas.

El tiempo pasa

Partiendo de un artículo sobre la cuarta dimensión publicado en 1893 en el Henley’s National Observer, Wells escribió La Máquina del Tiempo en quince días y se consagró en el mundo literario. Aun cuando el argumento sea un viaje al futuro y la descripción de la sociedad que lo habita, el tema central de la novela es la responsabilidad de los hombres con respecto al porvenir. El autor profundiza a lo largo del libro en la teoría social y en una intención doctrinaria: efectivamente, lo que el Viajero protagonista encuentra en ese futuro remoto es el devenir terrible de la sociedad moderna.

Ante el escepticismo de sus amigos, un científico de finales del siglo XIX logra descubrir las claves de la denominada «cuarta dimensión» (el Tiempo) y construye un vehículo que le permite viajar físicamente a través del mismo. En el año 802.701 el Viajero descubre la evolución del hombre en dos especies separadas, los Eloi y los Morlock. Los primeros son seres frágiles, débiles y bastante inocentes, hedonistas, sin escritura, inteligencia ni fuerza física. Habitan la superficie del planeta en lo que parecen ciudades utópicas, y el Viajero no alcanza a apreciar cómo se sustentan, pues el trabajo parece estar ausente. Pero más tarde descubrirá un terrible secreto: la prosperidad de los Eloi se basa en el trabajo producido por una raza subterránea, simiesca y oscura, los Morlock, seres que se han habituado a vivir en las tinieblas y salen de noche para alimentarse de los Eloi que capturan.

El viajero asocia la raza subterránea a la evolución de los sirvientes de las clases pudientes, es decir, los trabajadores, mientras que los descendientes de los acomodados serían los habitantes de la superficie del planeta. De este modo, La Máquina del Tiempo puede ser leída como una novela con fuertes críticas sociales: el futuro al que se enfrenta el Viajero es lo que sucederá llevando al extremo los enfrentamientos entre las clases dominantes y las clases dominadas, al punto de que ya no pueda haber diálogo, comunicación, ni posibilidad de evolución ni cambio. El ocio de algunos está sustentado por el duro trabajo de otros y el precio que ambos deben pagar es muy grande.

Uno de los mejores hallazgos novelescos de Wells, será uno de los Eloi, una muchacha de nombre Weena, un ser primario, asustadizo y débil, pero que por su capacidad de sentir amor, ternura y lealtad representa el único motivo de confianza en la humanidad que se encuentra en la novela.

Un hombre sin sombra

El Hombre Invisible fue originalmente publicada por capítulos en la revista Pearson’s Magazine en 1897. Narra la historia de Griffin, un científico que teoriza que si se cambia el índice refractivo de una persona para coincidir exactamente con el del aire y su cuerpo no absorbe ni refleja la luz, entonces no será visible. Griffin logra llevar a cabo este proceso consigo mismo pero al no conseguir volver a ser visible su estado mental se vuelve inestable. Su nueva naturaleza, lejos de acarrearle las ventajas previstas (el misterio, el poder, la libertad), le arrastra a la soledad y la desesperación.

La historia comienza en el soñoliento pueblo de Iping, en West Sussex (Inglaterra), cuando la llegada de un misterioso forastero buscando alojamiento en la posada local, The Coach and Horses, despierta la curiosidad y el miedo de los lugareños. El extraño viste un grueso abrigo largo y guantes, y lleva la cara completamente cubierta por vendas, grandes gafas y un sombrero de ala ancha. El forastero es extremadamente solitario y exige permanecer a solas, empleando la mayoría de su tiempo en su habitación trabajando con aparatos de laboratorio y sustancias químicas, atreviéndose a salir sólo de noche.

Perseguido por los habitantes de cada pueblo por los que pasa, luchando por sobrevivir a la intemperie, Griffin se encierra en la posada de Iping buscando revertir el experimento. Al no dar con una solución planea comenzar un reinado de terror, usando su invisibilidad para someter al país. Finalmente, cercado por la policía en una granja, hallará la muerte luego de que un grupo de peones le golpea violentamente. Griffin muere por estas heridas volviéndose visible su cuerpo desnudo y maltratado.

El pensamiento político de Wells es determinante en esta novela. Como mencioné, la trama es una advertencia sobre los límites éticos de la ciencia, pero también, la idea de un hombre invisible es una metáfora perfecta del marginado, de la persona que vive separado de la sociedad e incluso enfrentado a ella.

Llegan los marcianos

Fuera de la descripción de una invasión extraterrestre, La Guerra de los Mundos es toda una reflexión sobre las contradicciones humanas en tiempos de guerra y la capacidad de supervivencia del hombre, además de un llamado de atención frente a la barbarie.

Por otra parte, la “seguridad ficticia y la fatua vanidad” que caracteriza a la humanidad autosatisfecha, también forma parte del núcleo conceptual que sintetiza la trama. Así, la novela es una denuncia de nuestro propio mundo. “Pero el hombre es tan vano, tanto le ciega su vanidad, que ningún escritor antes del fin del siglo XIX expresó el pensamiento de que allá lejos la vida intelectual, en caso de existir, se hubiere desarrollado muy por encima del humano nivel”, se lee en sus primeras páginas, y el mismo estilo de forma más rotunda aparece en el epílogo: “Es posible, en los amplios designios del Universo, que no deje al fin de beneficiarnos la invasión marciana; se nos ha arrancado esa confianza tranquila en el porvenir, que es la fuente más segura de degeneración”. En este sentido, La Guerra de los Mundos, más que una profecía, sería un entretenido sermón sobre las bondades de la humildad.

Wells escoge a Marte como el planeta hostil de donde llegarán varios cilindros misteriosos, confundidos con meteoritos. Lo magistral de la novela es el contraste entre la placidez de la vida cotidiana y la magnitud de la catástrofe. El choque entre la confiada curiosidad de los humanos y la agresividad tecnificada de los marcianos. Es de destacar también que por las circunstancias históricas del momento de su publicación (las naciones “civilizadas” consideraban que su mayor nivel de poder les daba derecho a gobernar a culturas “inferiores”) conllevaba un alegato contra el colonialismo imperante. En su primer capítulo, pone en boca del narrador la explicación del ataque marciano y –utilizando la óptica humana– hasta lo justifica: «Antes de juzgarlos con excesiva severidad debernos recordar que nuestra propia especie ha destruido completa y bárbaramente, no sólo especies animales, como las del bisonte y el dodo, sino razas humanas inferiores. Los tasmanienses, a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en exterminadora guerra de cincuenta años, que emprendieron los emigrantes europeos. ¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tenemos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieron con ese mismo espíritu?» Está claro que para Wells, los hombres no tienen mucha autoridad moral para juzgar una invasión.

En una Tierra escindida por las diferencias sociales (la revolución industrial del XIX sirvió para hacer más profundo el abismo entre ricos y pobres), la plaga extraterrestre se presenta como el más eficaz mecanismo de igualación social. Marte, el planeta rojo, el dios de la guerra, sacará lo bueno y mejor de una sociedad acomodaticia, desigual y que había visto siempre en la fortaleza de los ejércitos el pilar sobre el cual era necesario sustentar las aspiraciones nacionales, siempre enfrentadas con las de sus vecinos, Hasta tal punto llega este enfrentamiento que vemos como, socarronamente, Wells le hace decir a Mrs. Elphinstone que, a su parecer, los franceses y los marcianos le hacen el efecto de ser de la misma especie. Pero ahora nada pueden los ejércitos ante esta nueva amenaza.

Con sus terribles extraterrestres de cabezas enormes e ingenios mecánicos gigantescos que escupen fuego a diestro y siniestro, Wells consiguió unir bajo un mismo propósito todas las naciones de la Tierra como nunca había sucedido antes: al final, aniquilados los marcianos (no gracias a la acción del hombre, incapaz ante su superioridad tecnológica, sino por la acción de las bacterias) y con la capital inglesa bajo los escombros, humeante, el autor nos dice que por el Canal de la Mancha, por el mar de Irlanda y por el Atlántico venían multitud de embarcaciones cargadas con trigo, pan y carne en socorro de los sitiados. Todas las embarcaciones del mundo parecían dirigirse a Londres. También desde Francia…

Con La Guerra de los Mundos se inaugura la larga serie de novelas sobre extraterrestres que aparecieron desde entonces, posiblemente para atenuar el ansia que nos despierta la duda sobre la existencia de habitantes en otros planetas. La novela de Wells es precursora de todos los libros y películas que actualmente proliferan sobre el tema. Su gran virtud no reside en que su autor se anticipase con el “Humo Negro” a la guerra química o los gases asfixiantes, o que el “Rayo Ardiente” se haya identificado con el moderno rayo láser. Su grandeza, dejando aparte su portentosa imaginación, proviene de que Wells supo, mirando a las estrellas, conocer mejor la condición humana.

¿Un futuro posible?

Wells terminó sus días pensando que el futuro del hombre era complejo y nada halagüeño debido a la desmedida ambición humana, a esa soberbia que de alguna manera le ha llevado a destruir de manera irreparable el equilibrio natural del planeta donde habita. Pero también creía que, al final, el corazón del hombre era el puente para proporcionar luz a los oscuros interrogantes de la humanidad. Quizá por esa razón Fernando Savater escribe: «Quería ser algo más que un novelista: un reformador social, un guía ideológico para la nueva era tecnológica y masificada que los hombres abordaban. En una palabra un idealista. Como todos los miembros de este gremio enérgicamente pedagógico, sentía viva impaciencia por la abulia desordenada de los humanos, su cortedad de miras y la obtusa sumisión ante prejuicios del pasado».

¿Serán Morlocks quienes desde sus altos cargos de poder siguen llevando a los incautos al matadero de la guerra, el hambre y la miseria? ¿Cuánto de invisibles tienen los seres humanos que, apenas, son sólo números e índices en las estadísticas de las crisis financieras? ¿El mundo es una isla global en la cual el doctor Moreau sigue realizando sus experimentos utilizando a seres humanos como simples animales de laboratorio?

Que la raza humana –como pensaba Wells– puede tener una leve oportunidad, que es capaz de hacer un mundo más respirable, todavía está por verse. De ser así, debería empezar hoy mismo. Porque tal vez no haga falta la llegada de los marcianos para darnos cuenta de que ya no hay vuelta atrás.

sábado, 23 de junio de 2012

AL MAESTRO CON CARIÑO


Paul McCartney acaba de cumplir, el pasado 18 de junio, 70 años. Seis más de aquellos 64 años a los que alguna vez les cantó disfrazado de músico de banda de corazones solitarios, preguntando (y preguntándose) qué sería de él a esa edad y si alguien lo necesitaría. Por el momento, la respuesta a aquella pregunta que hizo en “When I’m Sixty Four” es que, sí, seguimos necesitándolo. Porque previamente, él se ha encargado de responder que sí, que un músico de 70 años puede seguir componiendo canciones perfectas en el mismo estilo que consolidó cuando tenía menos de 30 y había alcanzado las cimas de su genio y de su fama.
Y porque la peor crítica que puede hacérsele a cualquiera de sus últimos trabajos, al fin y al cabo, es que bien podrían ser un nuevo disco de los Beatles. Y eso no parece exactamente un pecado.

viernes, 22 de junio de 2012

EFEMERIDES DE JUNIO (I)


19 DE JUNIO DE 1897


Nace en Brooklyn Mosés Horwitz, recordado en todo el mundo como Moe. Por su espíritu de líder y sus ideas al momento de armar gags se lo considera el creador de Los Tres Chiflados. De largo flequillo negro y tupido, era el encargado de dar los piquetes de ojo, imponer orden y enojarse con facilidad. Participó de los 206 cortos que filmó el trío.



ABRIR LA PUERTA Y SALIR A JUGAR

Carol Kane es una baby-sitter que recibe incesantes llamadas telefónicas de un psicópata que amenaza con asesinar a los niños que ella está cuidando. La joven se apresura a cerrar puertas y ventanas. Llama a la policía. Le dicen que tratarán de localizar desde dónde se hacen las llamadas. Transcurren unos minutos. Suena otra vez el teléfono. Es la policía: “Vaya despacio hasta la puerta y huya. Los llamados vienen de adentro de la casa”. La baby-sitter sabe que ahora está más en peligro que nunca, porque el peligro está adentro. Y además, cerrando tan esmeradamente puertas y ventanas, ella misma lo ha elevado a niveles aterradores. ¿Cómo huir cuando uno mismo ha clausurado las salidas?

La película se llamaba ‘When a Stranger Calls’ (Cuando llama un extraño, 1979) y juro que fue una de las más aterradoras que haya visto nunca. Claro que no fue la única que se metió con este tema. El cine se ha entretenido –con frecuencia, de manera brillante– con esta dialéctica del adentro y el afuera. Sobre todo, el cine de terror. Y un recurso infalible para atornillar al espectador en su butaca ha sido la irrupción del afuera en el adentro: “¡Drácula está en la casa!”, gritaba el doctor Van Helsing en el film que inmortalizó a Bela Lugosi.

Claro que hay otros terrores, menos espectaculares, que no requieren de llamadas a la policía ni de llaves con doble vuelta. El horror puede ser lento, desgastante, repetitivo… casi infinitamente cotidiano. Tanto que para las mujeres del cine, con frecuencia, el horror es un marido. Que bien puede ser un ambicioso buscador de joyas como Charles Boyer en ‘Gaslight’ (La Luz que Agoniza, 1944), ese monstruo de sonrisa dulce que procuraba enloquecer a la no menos dulce Ingrid Bergman. Y que también puede ser el marido de todos los días. El que trabaja. Retorna al hogar, abre la puerta, besa en la mejilla, come y se va a dormir (o hace el amor) pero todo con el mismo entusiasmo con que cada mañana sale a trabajar. Un marido, en fin, que forma parte de eso que la mujer ha comenzado a distinguir con el nombre de rutina.

¿Y qué otra cosa es la rutina sino el horror adentro? Y no sólo es el marido. Es todo: los hijos, la limpieza, la televisión (o la radio), los mil y un rituales cotidianos del ama de casa, ese ser que ha llegado a percibir en la total vastedad de su alma la esencia misma de la monotonía.

¿Cómo huir de este horror? Bueno, cuando no se trata de cerrar puertas y ventanas, cuando el horror está adentro, en lo cotidiano, en el home sweet home, lo primero que hay que hacer es abrir la puerta. Y lo segundo es salir.

El horror adentro de uno mismo: Gatúbela

El cine se ha repetido en el esquema ‘mujer agobiada por la monotonía de su vida que decide emprender el vuelo en busca de emociones fuertes’. Por citar una de las más famosas: es el esquema que sostiene la trama de ‘Thelma & Louise’.

¿Pero por qué no empezamos por la Mujer-Gato? Selina Kyle ni siquiera tiene marido. O sea que no puede quejarse de la rutina matrimonial ni de la indiferencia del hombre que tiene a su lado. Es más: Selina desea tener un marido. Casi con desesperación. Cualquier marido. Uno. Tanto lo desea, que cuando llega cada noche a su casa abre la puerta y grita “¡Querido, ya llegué!”. Después se acerca al teléfono para escuchar los mensajes. Y nada. La nada absoluta.

En el trabajo, a Selina las cosas no le van mucho mejor. Allí es desdeñada por su jefe, un tipo bastante impiadoso que –molesto como se siente por la sola presencia de la dama- la arroja una noche desde lo alto de una ventana. Pero la arroja sin tomarse mucho trabajo, casi como si Selina no fuera más que un trapo viejo.

La caída no provoca la muerte de la muchacha. Casi podemos decir que el golpazo la hace reaccionar. Se levanta, vuelve a su casa, rompe todo (pero todo) lo que encuentra a mano. Y después se pone a confeccionar un traje de látex que le calzará como un guante. Y entonces sí: con el traje puesto, Selina ya no es Selina. Es Gatúbela. Y sale a la noche, a disfrutar de todos los techos de Ciudad Gótica. Su sombra es veloz y sus ojos verdes brillan en la oscuridad tanto como pueden brillar los verdes ojos de… Michelle Pfeiffer.

Gatúbela encuentra en el Mal el ejercicio de su libertad. A veces sólo hace travesuras con su látigo, como descabezar maniquíes o pegarle con él a un policía que ha dudado entre arrestarla o enamorarse. Pero Gatúbela no quiere que la amen: sólo quiere que la dejen desplegar su odio.

Y por supuesto, se enfrenta con Batman. Luchan ferozmente y Batman la golpea en la mandíbula. La Mujer-Gato cae y, desde el suelo, grita:  ¡Hey, cuida tus modales! ¡Soy una mujer!”. Batman (que, por decirlo de algún modo, es medio boludón) se acerca le tiende una mano para levantarla y entonces ella, artera, furiosa, salta sobre él de manera repentina y lo golpea sin piedad.

Sobre el final, herida y con los ojos encendidos por la furia y el dolor, le escupirá al Hombre-Murciélago: “¿Cómo podría vivir en tu castillo? ¡Ni siquiera puedo vivir conmigo!”

Un buen psicólogo podría afirmar que la torturada personalidad de Gatúbela instaló –de manera insalvable para ella– un adentro absoluto: su neurosis. Nadie huye de sí mismo. Cuando lo que impide vivir está adentro de uno, no hay adentro ni afuera. De ahí que Gatúbela le diga a Batman, la más implacable de sus frases: “¡Esta vez, no habrá final feliz!”. Y dicho esto, se inmola.

Vamos a la ruta: Louise & Thelma

Thelma y Louise son más transparentes. La primera es desordenada, distraída, la típica linda-mina-algo-tonta que Geena Davis compuso en muchas de sus películas. La otra es más racional, más ordenada, más cuidadosa. Pero ambas padecen la misma situación, esa que podríamos definir como hartazgo del adentro. Y entonces no queda otra que salir: a la aventura, a lo inseguro, a lo inesperado, a lo verdadero de ellas mismas. Se sacan una foto, suben a un auto y parten. Las peripecias se van sucediendo. Pero hay algo, algo que se nos sugiere como ‘fundamental’, que no sabemos: qué le ha ocurrido a Louise en Texas.

Thelma y Louise parecen encontrar una misma respuesta: no hay afuera para las mujeres; tanto el adentro como el afuera están dominados por los hombres. Sólo resta el suicidio. Y así como Gatúbela decide matarse junto al villano, las dos amigas eligen el suicidio como respuesta final.

¿Qué le ocurrió a Louise en Texas?
La violaron.
El policía que hace Harvey Keitel se lo dice, con una voz llena de comprensión: “Louise, sé qué le ocurrió en Texas”. Y cabe la pregunta: ¿no hubiera bastado con la comprensión de un solo hombre, de uno al menos, para evitar el suicidio de estas heroínas de nuestro tiempo?

“Ninguna mujer puede ser libre en este mundo manejado por los hombres”, es el mensaje del film. Tal vez no sea cierto. Pero corresponde decirlo aunque más no sea para despertar conciencias. Igual, ¿quién podrá olvidar a Louise manejando el viejo Chevrolet, el asalto a mano armada de Thelma, la voladura del camión de gasolina o el castigo al policía?

Sí, el afuera valió la pena. Había que salir. Aún cuando al final del camino –y como decisión de libertad– hubiese que saltar a esa tumba inmensa y bella llamada Grand Canyon.

Libertad que me hiciste mal

Marion vive un adentro insuficiente: no gana con su trabajo lo que necesita ganar. Un día descubre que el destino parece jugarle una buena, cuando su jefe le entrega 40 mil dólares para que deposite en el banco. Por supuesto, Marion huye con el dinero, sale al camino, despista a la policía y toma la peor decisión (y la última) de su vida: pasar la noche en el Bates Motel. Y con la muerte de la joven a manos de Norman Bates, Hitchcock parece anticipar la tesis de Thelma y Louise: en este mundo de hombres la mujer paga con la muerte su búsqueda de la libertad.

Lana Turner en El Cartero llama dos veces, Barbara Stanwick en Pacto de Sangre, Jane Greer en Retorno del pasado, por nombrar sólo algunas, son otros ejemplos. Minas bravas, malas, infieles, que supieron andar manejando automóviles por las azarosas rutas de sus destinos. A ellas prometo volver pronto.

Ahora bien, si para terminar esta nota debo primero extraer una conclusión, podría decir que –aunque poca– mi experiencia con “películas del camino” (lo que se conoce con el genérico nombre de road movies) me indica que cuando las mujeres eligen el afuera, cuando salen en búsqueda de su libertad, suelen pagar un muy alto costo. Con frecuencia, excesivo.

Y pienso que sería deseable que pudieran ser libres sin morir.

DE PIRATAS


De Edward Teach, el supuesto nombre verdadero de Barbanegra, se sabe poco y nada. Lo que alimenta magistralmente su leyenda. Se cree que nació en Bristol, Inglaterra, hacia 1680, y que sirvió a la Corona hasta 1715. Después, no se sabe por qué, se transformó en pirata.

Dicen los relatos de época que Barbanegra no respetaba para nada las reglas de la piratería. No tenía nada de romántico. No era justo a la hora de repartir el botín. No se parecía en nada a Francis Drake o a Errol Flynt en la pantalla.

Era tremendamente cruel con su tripulación y mató a más de 200 hombres y mujeres, incluyendo a varios de sus contramaestres, en sus dos años de piratería. A uno de estos últimos, Israel Hands, lo asesinó después de emborracharse juntos una noche de junio de 1717. Torturaba a los prisioneros de las batallas y participaba de orgías sanguinarias. De más está decir que le tenían pánico.

Barbanegra tuvo doce esposas: seis en Jamaica -su puerto principal en el Mar Caribe-, cinco en Carolina del Norte y una en Inglaterra. Esta última le dio su único hijo, según registran las difusas crónicas acerca de su vida.

Durante un breve tiempo en que la corona británica le otorgó un perdón por sus actos de piratería, se casó con Mary Ormond, de 16 años -él tenía alrededor de 37-, hija de un hacendado de Bath Town, en Carolina del Norte. Pero la vida tranquila le duró poco y volvió a cubierta para acrecentar su ya enorme montaña de oro.

Cuentan que el hombre cargaba con tres pares de pistolas y dos espadas. Tenía voz ronca, espesa barba negra (de allí su apodo) y era alto. De aspecto temible, la carrera de Teach fue muy corta. En 1718, el gobernador de Virginia, Alexander Spootswood, ofreció 100 libras de recompensa por la captura del pirata “vivo o muerto”.

Pero sin esperar que un aventurero lo atrapara, envió al teniente Robert Maynard a buscarlo. Barbanegra cayó víctima de su propia omnipotencia: hacía tiempo que no se ocultaba y que aparecía en las costas y los bares del puerto sin importarle nada. Por eso Maynard lo encontró fácilmente el 22 de noviembre de 1718 a bordo de su barco en Ocracoke Inlet, en Carolina del Norte. Después de una sangrienta batalla en la que los dos hombres lucharon cuerpo a cuerpo, Barbanegra cayó con 20 cuchillazos y cinco tiros encima.

La tripulación fue detenida, juzgada y condenada a muerte. La cabeza de Barbanegra colgó durante mucho tiempo del palo mayor de su propia nave.

El catalán Joan Manuel Serrat recordó muchas veces en público los agradables momentos que a la hora de la siesta le hicieron vivir los piratas que habitaban muchos de los libros de la biblioteca paterna.

Por este lado del globo, quienes acusamos una cierta edad todavía tenemos presente los libros de tapas amarillas de la colección “Robin Hood” que nos traían las aventuras narradas por Salgari o Stevenson.

Lamentablemente, aquellas historias magníficas de tesoros escondidos y traiciones redimidas con sangre son cosas del pasado. Hoy, los piratas no viajan en galeón. Han cambiado sus pistolas y sus espadas por otras armas no menos efectivas a la hora de ayudarlos a acumular tesoros, que no guardan ya en una isla sino en privadísimas cajas de seguridad de bancos de lejanos países.

Pero a pesar de parecer todopoderosos, estos piratas no han conseguido aún inventar el arma que mate las quimeras y los sueños y entonces uno -simple mortal acostumbrado a alimentarse de utopías- guarda en un rincón del corazón la secreta esperanza que vuelva a ondear -alguna vez- la bandera de los huesos cruzados; que aquellos piratas de tinta -pero no por eso menos humanos- impongan justicia; que las cabezas de nuestros piratas modernos cuelguen del palo mayor de sus propias naves; …y que todos podamos brindar, con una buena botella de ron, por aquello que habrá de defenderse luego.


LA VIDA "BONUS"


Hubo un tiempo en que las cosas eran más acústicas y no tan digitales y la palabra bonus era el paraíso al que llegaban aquellos que habían demostrado su maestría a la hora de golpear la pelota plateada del pinball o “fliper”, como lo llamábamos por estas tierras. La suficiente acumulación de bonus nos permitía acceder a un juego extra, a la posibilidad de seguir jugando. Nada que ver tienen aquellas máquinas con los bonus digitales del presente. Hay casos de películas editadas en DVD cuyos bonus superan en horas al metraje original.

Podemos entonces pensar en la Vida Bonus como en una rara y moderna suerte de nostalgia futurista. Supongo que los responsables fueron Los Beatles, porque es con ellos con quienes empieza esta necesidad compulsiva por rastrear la rareza, el demo, la broma privada; y entonces anexarla al compact o al DVD como bonus-track y material extra: los productos más orgullosamente bonus que disfrutamos con ansia de adictos y padecemos con pasión de “ciudadanos kane” a la hora de gastarlo todo para tenerlo todo.

Por ejemplo, el DVD de “Casablanca” trae abundantes bonus y special features. Ninguno aporta algo decisivamente nuevo e imprescindible para aquel que disfrutó de la película “a secas”. Pero todos los bonus prolongan el placer de la experiencia, provocan la sensación de ser dueños de un déjà vu sólo para iniciados y –claro– podemos ver una y otra vez, todas las veces que queramos, esa “Marsellesa” cantada en el bar de Rick o la antológica despedida en la que Bogart le dice adiós a Ingrid Bergman.

Confieso que me atraen los bonus, allí donde los encuentre. La mayoría de las veces, los agradezco. En más de una oportunidad pueden resultar imprescindibles, aunque no puedo dejar de pensar que también son sólo una forma de renovar lo viejo. Eso que nos negamos a ver morir. Pero creo que lo terrible de esto que podríamos llamar la “Vida Bonus” es su manifestación cada vez más constante y contaminando zonas de la realidad que trascienden lo comercial. Podemos aceptar la idea –con cierto esfuerzo– de que a partir de ahora ya jamás volveremos a gozar de una obra artística “a secas”, porque, con el correr de los meses, nos volverá a ser ofrecida una y otra vez, con apéndices varios, con “Special features” (que ya no son descartes sino que son filmados y grabados pensando en el CD o el DVD) cada vez más numerosos a la hora de conmemorar aniversarios, décadas y, ya que estamos en esto, por qué no días. Los avances tecnológicos a la hora del consumo doméstico del arte se apoyan básicamente sobre ese sólido espejismo que es la nostalgia. Lo que se nos ofrece es algo que ya experimentamos, pero mejor y, sí, más largo y sometido a la voluntad de nuestros controles remotísimos.

Resignados a semejante comportamiento y sometidos ya desde hace un tiempo a semejante entrenamiento, no demoramos en comprender que la Vida Bonus es la vida entera. Que las próximas investigaciones de EE.UU. acerca de lo ocurrido –por ejemplo– en la última guerra en Irak no serán otra cosa que agregados que harán más “interesante” la misma historia, sin modificarla demasiado, pero sí volviéndola más grande. Así, las declaraciones recuperadas hace poco en las que Colin Powell y Condoleezza Rice, antes de aquel 11 de septiembre del 2001, aseguraban a la ciudadanía toda que Saddam no tenía capacidad armamentística ni para matar a un mosquito, le despiertan a esa misma ciudadanía –amnésica por la ininterrumpida avalancha de versiones alternativas y bonus varios– una indignación poco sorprendida. Ya vendrán más bonus, así que no reaccionemos a esto porque, seguro, cualquier día de estos nos ofrecen algo todavía mejor y todavía peor.

Y hasta podemos ir más lejos y pensar qué ocurriría si cuando nos morimos accedemos a nuestros respectivos bonus. ¿Qué pasa si en realidad eso que entendemos como cielo o infierno no son otra cosa que versiones alternativas, escenas de nuestra vida filmadas desde otro ángulo o por otras personas, canciones que cantamos de otra manera? Podemos empezar a temblar ante semejante posibilidad o dejarnos seducir por alguno de los tantos santuarios de la Vida Bonus. Después de todo, ¿no tuvieron a veces la sensación de que este mundo que nos toca vivir no es más que un gigantesco pinball?