domingo, 23 de diciembre de 2012

Claroscuros navideños


Suele haber gente que se entusiasma cuando llega Navidad. Incluso se habla del espíritu navideño y de las buenas acciones concomitantes que ese espíritu determinaría. El jingle bells angloamericano y los villancicos católicos son el marco musical de ese espíritu, acaparado ahora por la avidez colorida y feroz del consumo. Así es que, mientras algunos se entusiasman, a mí se me dio por poner el foco en los pliegues, matices y desgracias de ese ritual que el calor, los cohetes y los parientes convierten inevitablemente en pagano.

 
UNO. "Las fiestas son para ellos", "Yo festejo por los chicos; porque si fuera por mí...", "A mí me deprimen las fiestas, pero ¿qué hago con mis pibes?". Estas son algunas de las frases que –matices más, matices menos– salen de la boca de hombres y mujeres más o menos mayores mintiendo y escudándose en la hipotética felicidad que se le debe a los menores y que debe ser pagada, sí o sí, una vez al año. Gente grande que (a cambio de unos cuantos juguetes por unas horas y hasta a lo largo de un par de semanas, esa zona fantasma que va más o menos del 24 de diciembre al 6 de enero) accede a la catarsis histérica de poder comportarse como infantes arrugados.
Así, la Navidad y sus alrededores parecen ser el lugar perfecto y el tiempo ideal para estallar de furia, desenterrar hachas de guerra, declarar un amor exagerado a la persona equivocada, perder un dedo o un ojo cortesía de algún petardo perdido, retar a duelo a un familiar insoportable al que se ha aguantado a lo largo y ancho del año, exponerse al ejercicio masoquista de ir a ver alguna película navideña, electrocutarse instalando el arbolito, mirar fijo las lucecitas del mismo pensando en cosas en las que no conviene pensar justo esa noche, y vaciar botellas de burbujas hasta olvidarnos de cómo nos llamamos.
Pero no es fácil escaparle al "espíritu navideño" y todos nos dejamos llevar por cierta tentadora perversión ante las emociones fuertes que se vienen. Emociones frente a las que uno se piensa, equivocadamente, como testigo privilegiado de un cómico drama o una dramática comedia que lo excluye. Es inevitable.

DOS. No falla jamás. Me refiero a las tensiones que comienzan a despuntar en el horizonte de nuestras vidas, ni bien se va acercando la fecha y algún familiar (cercano o lejano, da igual), nos dispara la fatídica pregunta: "¿Con quién vas a pasar estas fiestas?"
Y ahí nomás uno comienza a entender que por algo le habrán puesto a todo eso (a todos esos) el nombre de familia política. Después de todo, ¿qué hacen los políticos cuando se juntan?: primero intercambiar sonrisas de dudosa autenticidad, continuar hablando mal de algún presente sin darse cuenta de que tienen el micrófono abierto y, por supuesto, acabar todos peleando y peleados entre ellos.
Y allá van –allá vamos– hacia el desastre, olvidando lo ocurrido durante el fantasma de navidades pasadas y negando lo que indefectiblemente volverá ocurrir durante el fantasma de navidades futuras.
Días atrás, un amigo (cuyas señas de identidad no revelaré aquí para preservar su seguridad) me comentaba, temblando, que este año descenderían sobre su hogar, como renos famélicos, unos treinta parientes. Y que ya había problemas limítrofes y discusiones ideológicas acerca de cuáles serían los platos a degustar, la música a escuchar, los regalos a intercambiar y hasta los familiares que inevitablemente deberían jugarla de remiseros para devolver a su casa a los más alejados del punto de reunión.
Y entonces recordé a George Bailey, el personaje que encarna James Stewart en el clásico de clásicos navideño: "Qué bello es vivir", de Frank Capra.
Y recordé también que en un momento de la película, un Bailey atormentado y casi suicida –sin saber que se encuentra junto a un ángel– desea no haber existido nunca, ser borrado de la historia, no haber nacido. Y ya saben: deseo concedido.

TRES. Porque el cóctel es tan explosivo que se puede prescindir de los fuegos artificiales para que cualquier reunión arda como antorcha: necesidad de balance propia de la época, reunión de quienes no suelen encontrarse en todo el año, ilusión de renacimiento y una buena –inevitable– dosis de alcohol. El resultado suelen ser confesiones hechas a deshora, cucharitas voladoras y vino derramado.
La perfección de la sagrada familia en su pesebre, la convocatoria a una reunión de los que tanto cuesta reunir y el llamado a la armonía es ocasión propicia para terminar con el secreto familiar. Decirlo ahora y ante todos, evitar que una noticia retenida se convierta en un mito de familia. El secreto fundante, ya sea escandaloso o poco menos, se revela o se calla en cada Navidad: "Ella no es mi mejor amiga, somos novias"; "El mayor de los chicos es adoptado"; "Me queda un mes de vida"; "Nunca te amé"; "Tengo una familia paralela"; "Hace tres años que dejé la facultad"; "No estuve de viaje, estuve preso".
No es casual que la familia emblemática de los últimos tiempos (Los Simpson, claro) haya comenzado su saga (17 de diciembre de 1989 por Canal Fox) con un episodio navideño. Matt Groening elige la Navidad para mostrar al público quién es quién en esta familia, en lo que ocultan y en lo que finalmente muestran. Siempre hay gato encerrado. Bart rompe el clima navideño que consiste siempre en confiar: "Oh, por favor aquí sólo hay un hombre gordo que trae los regalos, y no se llama Santa". Lisa detiene un escándalo familiar de parte de la boca de una de sus tías, suplicando silencio ya que Homero será lo que será pero es el único padre que tiene en esta vida…
Hay que saberlo. Si no es este año, será el próximo.

CUATRO. Particularmente, me hacen gracia los que (yo entre ellos) despotrican con mayor o menor adrenalina nacional y popular contra la importación de fiestas como Halloween (Noche de brujas), Thanksgiving (Acción de Gracias), San Patricio (fiesta por excelencia para aquellos que gustan de tomar cerveza hasta que les salga por los ojos) y cualquier farra forastera que de golpe y porrazo se ponga a confiscar fechas del calendario argentino. Y la pregunta cae entonces de madura: ¿Qué creemos que estamos haciendo en Navidad cuando fileteamos una pavita, trituramos unas nueces, repartimos un pan dulce o nos empujamos un par de higos blancos con una copa de sidra? ¿Qué, cuando compramos uno de esos pinos de plástico verdes o blancos? ¿Qué, cuando para perpetuar una larga escuela de superstición infantil les hablamos a los más pequeños de las bondades de Santa Claus/Papá Noel? ¿Qué, cuando nos rendimos a las mitologías del trineo, los renos y las chimeneas mientras lo único que nos desvela es que el equipo de aire acondicionado enfría menos que el verano pasado?
Digámoslo entonces crudamente: el verdadero enemigo de la Navidad no es patriótico, no es político ni cultural: es térmico. No es agitando la bandera de las tradiciones "propias", nuestra hostilidad al consumo capitalista o nuestra fobia a los cónclaves familiares masivos como deberíamos enfrentar la Peste Navideña: es esgrimiendo como pruebas rotundas los estragos que un menú inspirado en las necesidades calóricas de un bávaro remoto y tembloroso no puede no hacer en el aparato digestivo de un argentino insolado que echa humo por las orejas.

CINCO. La abuela de otro amigo era alemana. Eso explicó durante un buen tiempo que la dirección de arte de sus noches navideñas ambientara el living donde festejaban como un chalet alpino encantador, rondado por búhos y azotado por tormentas de nieve, y que en la mesa hubiera strudel de manzana caliente, figuras de mazapán y un arsenal de frutas secas (bellotas, por ejemplo) que mi amigo nunca volvió a probar. Eso sí: jamás helado, ni bebidas demasiado frías, ni ensaladas, ni nada de lo que ya su balbuceante paladar de niño indiferente a la comida intuía que sintonizaba mejor con las temperaturas de las que de día todo el mundo, empezando por su abuela alemana, juraba que había que protegerse.
Después mi amigo cambió. Le pareció que o bien todo el mundo en Buenos Aires tenía una abuela alemana o bien la hegemonía de la estética y la gastronomía nórdicas en Navidad respondía a otras causas. Pero su infancia se convirtió en la descripción más gráfica de esa experiencia escandalosa que celebramos bajo el nombre de Navidad.
¿Qué habría que hacer? ¿Traducir? ¿Argentinizar –es decir: adaptar al imaginario tórrido– lo que viene del frío? ¿Cambiar pino por palo borracho, ganso por palmitos, higos con nueces por masas secas, Papá Noel por Payaso Mala Onda? Dejemos que el calor, que es sabio, se encargue de todo. Las perlas de sudor que aflojan la barba postiza del Papá Noel que intercepta niños en el shopping mientras relojea el culo de sus madres son más eficaces que cualquier "adaptación", y los ruidos que un rico pan dulce desencadena en el estómago que intenta digerirlo con 35 grados a la sombra dice más sobre la "batalla cultural" que libramos contra la imposición de fiestas extranjeras que cualquier declaración gastronómica. El calor es el lenguaje con el que el verano argentino parodia año a año la ceremonia de la Navidad mientras simula ejecutarla.

SEIS. Pero lo que vivió mi amigo es un poco lo que vivimos (y seguimos viviendo) todos. Porque nuestras navidades, apuesto, no eran ni son épocas lights ni mucho menos. Más bien hay algo "heroico" y desmesurado y casi terminal. El banquete se percibe como una suerte salvaje de digestión obligada, con alimentos híper calóricos en la ciudad agobiada por el calor de diciembre. De forma inconsulta, imprudente y gozosa, ingerimos turrones de Esmirna, higos y castañas en almíbar, además de las nueces mayormente amargas, de las avellanas de dureza imposible, y del pan dulce casi litúrgico, de Canale o de Los dos Chinos. Por otra parte –en nuestra infancia– estaban la mayonesa casera (batida por las abuelas con furioso y paciente esmero), el lechón adobado, el asado o los pollos. Se brindaba con sidra y rara vez con champán, se tomaban vinos, y se comían chocolates, para no hablar de la ensalada de frutas monumental que coronaba aquellas orgías gastronómicas.
Ya sea que vivamos en Buenos Aires o en sus adyacencias, parecemos habitantes de Letonia después de una hambruna de guerra en pleno invierno boreal.

SIETE. Y ya que estamos, les cuento que una serie de cuestiones para nada originales bombardean mi sistema nervioso: ¿por qué comer como si al día siguiente empezáramos un ciclo de abstinencia gastronómica que durará un año? ¿Por qué consumir como si en pocas horas más cerraran todos los negocios del mundo por tiempo indeterminado? ¿Por qué recibir por e-mail todas esas salutaciones "encantadoras" que enmascaran con amor sus propósitos comerciales o, sencillamente, una mecánica obediencia a las costumbres? ¿Por qué la falsa nieve en el "arbolito", el falso abrigo colorado del falso gordo Papá Noel, y hasta su bonhomía, probablemente también falsa? ¿Por qué? Porque es Navidad, hombre necio.
Caramba, pienso, qué pecador soy.

OCHO. Nadie sometería una tarjeta navideña a la prueba de la verdad. Los buenos augurios, esas palabras de las que no se espera nada salvo que suenen a tiempo, pasan sin control. Quien les busque el revés estará rompiendo otra regla navideña. Se sabe que "felices fiestas", la mirada en el brindis, el deseo del mejor año, el "te amo con todo" grabado en el contestador son los pasos básicos de una danza conocida por todos. Aun así, cuesta querer estar solo ese día y el regalito, el mínimo gesto, provoca una emoción infantil. Incluso más, se valora la opción cursi como una muestra de afecto: "Si se expone a esta ridiculez de la tarjeta musical, si se disfraza de Papá Noel es que le importo".

NUEVE. Cada diciembre los centros comerciales aparecen colmados de gente apresurada que carga bolsas de todos los colores. Todo empieza con la decoración navideña en comercios, calles y plazas. Y junto con las luces de fin de año, llega el tiempo de rendir culto al consumo. Los números lo corroboran: la venta de celulares creció en las fiestas del año pasado un 35 por ciento respecto del año anterior. Y se calcula que las ventas navideñas en general serán este año un 30 por ciento más altas que el año último. El consumo es la herramienta que hemos diseñado para intentar escapar a la fosa común de la ausencia de un sentido.
Aunque viene bien recordar lo que desde el Chaco, donde vive en contacto con una realidad bien distinta de la de Buenos Aires, el reconocido escritor Mempo Giardinelli aportó: "A mí me importa lo que queda del otro lado de la globalización: ese enorme mundo de gente que celebra sin consumir, con más modestia que ostentación, con más amor que dinero. Son los que resisten a conciencia y no entregan su espíritu a la telebasura, ni a la agresión publicitaria, ni a la estética cretina".

DIEZ. Conozco personas a las que no les gusta la Navidad. Para no quedarme corto: la odian. Directamente. Siempre me pregunté por qué. Y con el paso de los años comencé a recordar que, en algún momento de la comida o de la sobremesa de mis navidades, brotaba entre los mayores la alusión discreta a alguien que ya no estaba, y entonces algún muerto venía a ocupar la mesa y, durante unos minutos, prevalecía en los ánimos una melancolía sentida. Esa era la parte triste, la parte que, para mí, volvía absurda la fiesta porque me llenaba de una zozobra que no entendía.
Y entonces comprendí un poco más a aquellos que prefieren transformarse en un paria a dejarse llevar por el imperativo categórico de la reunión familiar, a la que no pueden asistir ni que les paguen por poner una sonrisa educada de jingle bells. Navidad los abruma.

ONCE. Pero me estoy poniendo melancólico y no quiero. Así que volvamos un ratito al punto uno, a esos adultos que todo lo hacen por los pibes y –cómo decía– se comportan en muchos casos como descerebrados. Aquí, un rubro que se lleva las palmas es el de los benditos fuegos artificiales. Ya a fines de noviembre cuando el material pirotécnico llega a los quioscos del barrio comienza la compra compulsiva de cohetes por parte de los y las mayores para "guardarlos para el 24 a la noche". Ya nadie recuerda cuando durante los fines de año próximos al comienzo de la democracia solían aparecer en las tradicionales notas periodísticas alusivas anatemas contra los juegos con pirotecnia recordando que formaban parte de las fabricaciones militares, lo que confirmaba con argumentos ideológicos su prohibición. Claro que, en esos años no había menos accidentes que los anteriores: ojos vaciados de sus cuencas o deditos heridos hasta exigir su posterior amputación, de cuya noticia uno se enteraba –no podía evitarlo– con regocijo vindicativo. Y las cosas no han mejorado en el nuevo siglo.
Voy a decirlo de una buena vez: le tengo terror a los cohetes. Creo que podría olvidar el "espíritu navideño" y que mataría con mis propias manos a un niño que me arrojara un cohete cerca, gozando de su progresivo color cianótico y de su lengua colgante. Ignoro si los fóbicos enfrentados con violencia a su objeto de horror, tienen inmunidad jurídica.

DOCE. La programación televisiva en Navidad. O "la noche oscura del alma", si lo prefieren. El reloj marca las tres de la mañana, los cohetes van amainando, y los padres empiezan a cabecear. Los padres ya son grandes, no se quedan despiertos hasta tan tarde, se van a la cama. Y el hijo/a que decidió pasar la Nochebuena con ellos (porque es en Año Nuevo cuando "festeja" con los amigos) se encuentra solo frente a la televisión. Primero pensará, quizá, que puede salir por ahí. Pero adónde ir sin auto (llegó a casa de los padres gracias al 112) y sin idea de dónde puede haber una fiesta o un boliche en el barrio suburbano que dejó atrás hace tiempo y que ahora se le antoja territorio extranjero. La televisión, entonces, mientras afuera pasan coches con stereo y reggaetón.
Es cruel la televisión navideña. Toda la programación está diseñada para señalarle al que la mira: "Usted está muy solo, de lo contrario no se encontraría frente a la pantalla". La opción más clásica y depresiva es La Misa de Gallo por Crónica. También hay películas en el cable. Algún canal pasará la versión de Cuento de Navidad de Dickens protagonizada por George C. Scott y, si no, la opción vendrá de una larga cola de espantos entre los que se cuentan Jim Carrey como The Grinch, Tom Hanks dibujado en una cosa que se llama o incluye un Expreso Polar, Macaulay Culkin cuando estaba en proceso de quedar gravemente traumatizado protagonizando la Mi pobre angelito ambientada en Navidades, alguna comedia de bienaventuranza donde son todos ricos y hace frío, lo que acrecienta la desolación que reparten los giros del ventilador de techo y el turrón que cayó mal por el calor (¡basta de comer como si estuviéramos en Finlandia!). Igual, cualquiera de estas pesadillas es mejor que una película bíblico-histórica sobre el Nacimiento, porque sacando la matanza de los inocentes de Herodes y la siempre polémica Anunciación, no hay mucha acción alrededor de los primeros días de Jesús, sobre todo si se compara con lo que sucede durante las Pascuas, época que resulta mucho más interesante.

TRECE. Un apartado especial para las madres. Mi madre me enseñó, sin darse cuenta, que hay felicidades secretas. Lo aprendí en una serie de clases prácticas que me daba, inocente, cada Nochebuena. Lo único que tenía que hacer era sentarme y mirar cómo ordenaba la casa ("dejen, en serio, lo hago volando") cuando todos se habían ido. La abnegación con que atendía a la familia tenía su contracara. Y esa bondad recibía, después de todo, su compensación.
Un rato antes, había pagado su impuesto a la familia. Había respondido las preguntas incómodas. Se hacía la tonta y no comentaba nada sobre el fenómeno de los regalos "para la casa" que siempre recibía ella y nadie más que ella. Había corrido a la cocina para tranquilizar a la tía obsesiva que pedía una bolsita para guardar todo. Había mirado para otro lado cuando algún tío se deleitaba con un comentario fuera de lugar. No se había ofendido cuando preguntaron de qué panadería era la torta que ella misma había cocinado. Y los había acompañado hasta abajo aunque le dijeran que no hacía falta. Siempre tan amable, comentaban.
Tal vez no haya sido otra cosa que mi imaginación, pero yo notaba un secreto disfrute cuando todo había terminado. Mi madre podía ser sociable y solitaria a la vez. Todavía lo es. Si sonaba el teléfono, atendía, decía "Feliz Navidad" y hablaba con alguien que evidentemente la hacía sentir bien. Levantaba los restos de papel como si nada. Negaba suave con la cabeza al hacer un bollo con el mantel manchado de vino. Ponía música.
Así aprendí que a veces la fiesta empieza cuando termina la fiesta. Y que cada uno sabe qué festeja. Tal vez no sea casualidad que –una vez que la reunión ha concluido– me guste tanto quedarme sólo, mirando las luces del arbolito y –levantando mi copa hacia el pasado– le digo gracias, la entiendo y la saludo.
Que la pasen lo mejor posible.