jueves, 22 de noviembre de 2012

AMERICAN HORROR STORY: Terrores primitivos


Después del éxito de los vampiros de True Blood y los zombies de The Walking Dead era tiempo de que la televisión se atreviera con un tópico mucho menos transitado y quizá más atractivo: el de la casa embrujada. American Horror Story, la nueva serie de Fox, apostó -en su primera temporada- a mezclar las voces del más allá con la pesadilla inmobiliaria del más acá. Y después de su éxito descomunal, sus autores redoblan la apuesta para su segundo año: la serie se reinventa dejando atrás Los Ángeles y la casa plagada de fantasmas para trasladarse a un asilo mental.

Una mansión gótica, un cielo gris y sin nubes, dos gemelos pelirrojos a punto de entrar y una nena con síndrome de Down que, desde la esquina, advierte con una sonrisa: «Van a morir ahí adentro». El resto, aunque previsible, no deja de ser aterrador. De ahí a los títulos, tal vez lo más escalofriante de todo, hay sólo un grito de por medio: cuerpos mutilados, flashes que irrumpen de repente, fotos antiguas de bebés, frascos con restos humanos y una vocecita susurrada que repite «Tengo miedo» una, y otra, y otra vez.

Así comenzaba la por entonces prometedora American Horror Story, la nueva serie de Ryan Murphy y Brad Falchuk, también conocidos como los creadores de Nip/Tuck y Glee. Los protagonistas eran los Harmon, un matrimonio disfuncional compuesto por Vivien (Connie Briton, de Friday Night Live) y Ben (Dylan McDermott, de Los Practicantes) que se mudan de Boston a Los Ángeles junto con su hija Violet (Taissa Farmiga), intentando reconstruir una relación en ruinas. Al principio los sorprende el bajo precio de semejante caserón, pero rápidamente descubren que su nuevo hogar esconde secretos mucho peores que la muerte de la última pareja que lo habitó. Claro que entonces será demasiado tarde: la actual crisis financiera de Estados Unidos se filtra hábilmente en la trama convirtiéndose en el motivo que los lleva a la quiebra y los deja presos en esta casa invendible. Si en sus creaciones previas los autores se animaron a exhibir los detalles morbosísimos de las cirugías por un lado, y reivindicaron un género retro por el otro, esta vez unieron ambos vértices para instalar el terror en la pantalla chica. El éxito de los zombies de The Walking Dead y de los vampiros de True Blood fue garantía suficiente para entender que el terreno era fértil y así decidieron poner el foco en un tópico clásico y siempre renovable: la casa embrujada.

Más allá del miedo puertas adentro, que ya fue tratado en la literatura por Edgar Allan Poe y Henry James, por nombrar algunos, la primera temporada de «American...» tenía claras referencias a películas como Al final de la escalera, de Peter Medak, o El resplandor, dirigida por Stanley Kubrick y basada en el libro de Stephen King. Y aunque la actualización del tópico era deudora de apuestas recientes como el film Paranormal Activity, donde una cámara de seguridad registra todo lo que pasa en una habitación a oscuras, lo cierto es que, hasta ahora, no se habían visto muchas casas embrujadas en la televisión. Aun así, tal vez el mayor hallazgo de la serie haya sido que, debajo de los ruidos, de ese sótano siniestro, de las apariciones y los flashbacks, existía una base melodramática que supo sostenerse por sí misma. En el medio, se sucedieron personajes y situaciones semibizarras: un ama de llaves vieja y tuerta a la que algunos hombres ven como una femme fatale, un ex inquilino con el cuerpo quemado que asesinó a su familia pero que juzga al nuevo dueño de la mansión por sus infidelidades, la misma nena del principio que ahora es adulta, un ¿fantasma? enfundado en un traje sadomaso de cuero y una vecina metiche (Jessica Lange) que es algo así como una antigua diva venida a menos.

Otra vuelta de tuerca

Para los que creían que la primera temporada de «American Horror Story» se agotaba en sí misma, se equivocaron. Y no entendieron nada. Ocurre que Ryan Murphy hizo de la acumulación su mayor valor y consiguió una serie con capacidad infinita para integrar personajes, situaciones y escenas a cual más pasada de rosca.

Desde el principio quedó claro que el tono era ése y que la vergüenza y la mesura no estaban en el diccionario de «American...». De modo que, para su segundo año, Murphy reseteó el invento. Misma filosofía, diferente trama. Misma casa de locos en distinta casa de (esta vez literalmente) locos. Y mismos actores en diferentes papeles. Igual de demente todo, eso sí.

Obviamente, resultó clave mantener a Jessica Lange al frente de la nueva historia. Lange pasa de interpretar a la glamorosa y retorcida Constance Langdon a convertirse en la Hermana Jude, pérfida y torturada monja portadora de ropa interior roja bajo el hábito y aficionada a coleccionar varas de azotar, a emborracharse y a imaginarse teniendo sexo con el joven obispo al que ama secretamente. Aun así, quizá sea la más cuerda del manicomio Birdcliff, siniestro lugar que lo mismo vale para encerrar a una ninfómana (Chloë Sevigny) que a un abducido (Evan Peters). Y mientras la historia se va develando, la serie sigue fiel a sus delirantes principios: terroríficos títulos de crédito, histérico montaje, afición a los planos aparentemente fuera de contexto, trama fuera de control... toda para generar en el espectador una sensación de incomodidad que además en esta nueva temporada es aderezada con bastante sangre.

El primer capítulo de la nueva era nos abre la puerta a un nuevo mundo. Una joven pareja, en plena luna de miel, nos introduce en la mansión Briarcliff. El lugar fue construido en 1908, se convirtió en el centro de tuberculosis más grande de la costa este. Alrededor de 46.000 personas murieron entre sus muros, sus cuerpos eran arrojados por un túnel conocido como «La caída de la muerte». En 1962 la iglesia católica compró el lugar y lo reconvirtió en un manicomio. El interno más famoso llegó dos años después, su nombre era Cara Sangrienta.

El matrimonio no sale bien parado de su visita a Briarcliff, su experiencia sirve de puente entre el presente y el pasado. Un pasado de lo más truculento, plagado de injusticias, de dolor y de miedo; todo ello presentado con una excelente fotografía, golpes de efecto, narrativa discontinua, sexo gratuito  y grandes interpretaciones.

Nuevos personajes, algunos con caras conocidas; nuevas localizaciones y nuevos misterios. En esta temporada «American...» coquetea con varios géneros tópicos y típicos del terror: perturbados mentales, asesinos en serie, abducciones extraterrestres, maltrato físico y mental; y experimentos con seres humanos.

Como todos los productos de Ryan Murphy, la factura de «American Horror Story» es impecable. Es una serie cara y se nota. A la meticulosa planificación marca de la casa se une esta vez la ambientación de época, pues la serie se desarrolla en 1964. En este aspecto no hay por dónde pegarle. Y en los demás, tampoco, porque si una serie escapa de cualquier convencionalismo es ésta.

En definitiva  en una época en que el mercado televisivo está dándole una buena paliza al cinematográfico gracias a la aparición de producciones que nada tienen que envidiar (ni en presupuesto, ni mucho menos en calidad) a los largometrajes hollywoodienses que inundan nuestros cines, «American Horror Story» destaca como una muy buena serie entre muchas buenas series. Los amantes del terror estamos encantados de ver en nuestro televisor algo tan desagradable -en el buen sentido de la palabra- y tan libre de prejuicios y formalismos a la hora de rodar, de narrar, de mostrar atrocidades y de recordarnos que el mundo actual no puede ser otro que el que es dado que está plagado de monstruos.

Y la hermana Jude -impecable Jessica Lange– lo deja bien claro: «Todos los monstruos son seres humanos».

¡Feliz Día de la Música!


No están todos,... pero están en nombre de todos...