jueves, 21 de marzo de 2013

CINE Y DICTADURA: Fundido a negro


Hablar del cine en la época de la última dictadura militar que asoló nuestro país nos impide escapar a la lógica impuesta por el Estado represivo de aquellos años. Así, hablar de cine es hablar de censura, “listas negras”, exilio de actores y directores. Pero hablar del cine en los años del «Proceso» es también hablar de directores complacientes, de pasatismo exacerbado, de apología desembozada para con el accionar de las fuerzas represivas y de propaganda orientada a lograr consenso en torno a la dictadura realzando algunos de sus “logros”. De este modo, entre censuras, prohibiciones y «agachadas» varias, fueron tomando forma los años más tristes de toda la historia del cine argentino.

Para sortear la censura y poder filmar y decir lo que uno quería había que pelarse las pestañas. El cine en tiempos de la dictadura aguzó la inteligencia de algunos directores, ya que fueron años donde las miradas críticas, con referencias más o menos veladas en torno a la represión imperante, debieron utilizar la metáfora como forma de abordaje. Tres películas se llevan las palmas en este rubro: «La isla», dirigida por Alejandro Doria en 1979, donde la referencia a las condiciones que se viven en un psiquiátrico remiten a los centros clandestinos de detención; «Tiempo de revancha», una oportuna metáfora sacada de la galera por Adolfo Aristarain en 1981, donde un ex sindicalista se enfrenta a una multinacional cortándose la lengua; y ya en 1982, en el ocaso de la dictadura, cuando la censura comienza a relajarse, un policial llamado «Últimos días de la victima», también de Aristarain, con alusiones obvias a los grupos de tareas y su accionar.

A la sombra de Tato

Sino fuera por el tamaño de la tragedia, deberíamos decir que todo era grotesco. Adolfo Aristarain recordó una vez que, en tiempos de la dictadura, cuando necesitaba una escena erótica de tres minutos la filmaba, por lo menos, de diez. Tato lo llamaba ofuscado. «¿Qué es esto?», le decía, a los gritos, y entraba en éxtasis de poda. Aristarain sacudía su cabeza vasca y discutía un poco. Después se iba, con tres minutos eróticos bajo el brazo. Otros no tuvieron tanta suerte: Leonardo Favio filmó «Soñar, soñar» en 1976 y se tuvo que olvidar del cine hasta 1993, y el notable Luis Politti —el verborrágico Vignale de «La Tregua»— se moría de tristeza en el exilio.

Lo cierto es que directores, actores y público en general, tuvieron que soportar las iras ultramontanas de Miguel Paulino Tato desde mucho antes de aquel 24 de marzo de 1976. De hecho, la sutil relación de la censura al cine con la vida política nacional se hizo muy evidente a partir de 1974. Cuando Isabel Perón llegó a la Casa Rosada tras la muerte de su esposo, el poder del entonces ministro de Bienestar Social José López Rega se hizo ostensible. A través de la Triple A, el «Brujo» comenzó una campaña de amenazas contra muchos de los protagonistas del cine nacional, algunos de los cuales tuvieron que marchar al exilio. En agosto de 1974, Isabel y López Rega nombran a Tato al frente del Ente de Calificaciones Cinematográficas. Desde entonces, y sin llegar al record en la materia que ostenta desde 1969 el film «Camino del arco iris» (que pasó de 144 minutos a 100, perdiendo una tercera parte del metraje y varias canciones de Petula Clark), las tijeras de Tato trabajaron a destajo.

A la izquierda, Miguel P. Tato. El "Señor Tijeras" a quien
Charly García le dedicó una canción.
«Quiero un cine positivo, limpio, decente, cultural y no sólo industrial», dijo el censor al asumir como interventor del Ente. En muy poco tiempo, logró que el cine cayera en el desánimo general. Las películas censuradas o directamente prohibidas por Tato se cuentan de a cientos. El corte más ridículo fue el del film «Superman II», que tenía una secuencia en la que el Hombre de Acero levantaba en el aire un ómnibus de Broadway que mostraba en uno de sus costados un cartel del musical «Evita». Demás está decir que la esposa de Juan Perón estaba prohibida por la dictadura.

Tato —que reconocía sus simpatías con el fascismo y su ligazón a medios ultra católicos— tenía sus manifiestas aversiones, al punto que prohibió varias películas de artes marciales porque aseguraba que sólo servían de excusa para mostrar «manoseos homosexuales». También demostró su odio hacía las películas de vampiros —que alguna vez calificó como «subversivos»— prohibiendo títulos como «Prueba la sangre de Drácula», «Los ritos satánicos de Drácula», «Los siete vampiros de oro», «Circo de vampiros» o «Drácula el último romántico». Esta última la prohibió cuando ya había sido estrenada —con una calificación de una gestión anterior— y luego la volvió a autorizar «previa eliminación del texto final que quisiera reivindicar la historia transcurrida en Transilvania» (textual de la ficha de calificación). Por eso la película finalmente se vio… ¡pero sin final! La misma suerte corrió, entre otras, «Carrera contra el diablo» a la que le tiraron abajo la última escena donde los villanos terminaban bien parados. En definitiva, no aceptaba los films donde «ganaran los malos» o, al menos, estos no recibieran su justo castigo.

Tato fue el único funcionario del derrocado gobierno peronista al que la dictadura de Videla, Massera, Agosti y compañía ratificó en su cargo. A partir de 1976, el «Proceso» fijó las pautas para el cine nacional: la educación y la cultura eran para los inquisidores las grandes armas de infiltración ideológica. Por supuesto, el censor no dejaba de demostrar que estaban en la misma sintonía: «El cine se ha convertido en una mercadería de intoxicación: se está apelando al recurso fácil, y en eso incurren desde los que venden cine y les importa poco lo que venden, hasta los intelectuales y pseudo intelectuales y los mismos artistas que sustituyen el ingenio por el fácil recurso de la pornografía», enfatizaba Tato con una gestualidad histérica.

El otro cine

¿Pero realmente era así? ¿Por qué consideraba la dictadura que el cine estaba «intoxicando» la mente de los argentinos? Necesariamente hay que indagar en los años anteriores al golpe llegando incluso al cine que se hacía antes de la apertura democrática de 1973. Un recorrido por aquel cine de los años 60 y 70 que supo gestar las bases de un cine político en la Argentina nos ayudará a encontrar las respuestas.

Los avatares políticos que se vivieron en la Argentina en la década del ’60 (dictaduras, golpes de Estado, proscripción del peronismo, aparición de la lucha armada) fueron la coyuntura sobre la cual el cine ensayó una mirada renovadora, tanto en la ruptura con las formas tradicionales de entender y hacer cine (sobre todo las que venían de Hollywood), como en el compromiso político con los cambios que se iban gestando en el país. Ya hacia fines de los años 50, se había vislumbrado en toda América Latina cierta tendencia que, pretendía mostrar una lectura histórica de la sociedad que se enmarcara en un acto de denuncia, para instruir, sensibilizar y sublevar al espectador. La propuesta giraba en torno a una cuestión hasta entonces silenciada: escribir aquella historia no dicha o directamente negada. Es decir, ante la información oficial, el objetivo era contrainformar.

El filme «La hora de los hornos» quizás pueda representar el hito que instala esta nueva forma de hacer cine en la Argentina de los ‘70. Realizada por Fernando «Pino» Solanas y Octavio Getino durante el gobierno militar de Onganía, la película instaló la necesidad de redefinir tanto la forma de hacer cine como la función del cineasta en las sociedades latinoamericanas. Unidos a los objetivos de la renovación continental, el filme explicitaba sin mayores eufemismos la denuncia contra el neocolonialismo en Latinoamérica, presentando a su vez, un llamado a la acción revolucionaria. De esta manera, Solanas y Getino, junto con Gerardo Vallejos y Egdardo Pallero, fundaron el Grupo Cine de Liberación, el cual contó con un manifiesto llamado «Hacia un tercer cine». Allí se expresaron todas las ideas en torno a lo que se dio en llamar «cine revolucionario».

Catalogada por muchos como ensayo político-cinematográfico, «La hora de los hornos» consta de cuatro horas y media de material de diferentes fuentes: imágenes documentales, entrevistas, estadísticas y fragmentos de cortos. La película está dividida en tres partes independientes que, a su vez, completan una unidad. La primera, Neocolonialismo y violencia, nos habla de la historia de la dependencia de la Argentina, analizando las formas y métodos de este proceso. La segunda, Acto para la liberación, relata la historia argentina desde 1945 hasta 1966, prestando especial atención a las limitaciones del activismo espontáneo. Finalmente, Violencia y revolución es un claro llamado a la educación y memoria, praxis revolucionaria para la transformación de las estructuras capitalistas y la erradicación definitiva del neocolonialismo.

Raymundo Gleyzer
Para el Grupo Cine de Liberación, hacer cine era un acto de lucha política con la intención de transformar la manera de ver cine de los espectadores. Pero ¿quiénes eran esos espectadores? No se pretendía encontrar al público interesado en las salas comerciales. Debido al contexto de represión que se vivía en aquel entonces y a los propios intereses del grupo, se estableció una forma clandestina de distribución y exhibición. La película se proyectó en los barrios, en reuniones sindicales, en asambleas de organizaciones políticas y estudiantiles, con el fin de interpelar directamente a los espectadores, completándose de esta manera la idea de cine militante, «aquel que se asume integralmente como instrumento, complemento o apoyatura de una determinada política y de las organizaciones que la llevan a cabo». Esta estrategia de comunicación permitió que el filme sorteara la censura y pudiese ser visto, entre 1969 y 1973, por casi cien mil espectadores.

Paralelamente surgió desde la izquierda la idea de crear un cine que se correspondiera con sus ideales revolucionarios. Con varios puntos de contactos con Grupo Cine de Liberación se funda el Grupo Cine de la Base, liderado por el cineasta Raymundo Gleyzer. En un principio, Gleyzer se vinculó al PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo) pero cuando éste disolvió sus iniciativas culturales, Gleyzer formó, junto con el realizador Álvaro Melián, el sonidista Nerio Barberis y otros intelectuales, Cine de la Base, cuyo objetivo inicial era responder a los problemas de distribución y exhibición, es decir, la idea era que las películas llegaran a los sectores populares, que se exhibieran en los barrios, las villas y que acompañaran una discusión abierta. Así, Cine de la Base se consolidó en 1973 cuando la primavera camporista permitió una llegada más fácil a las bases. Poco a poco la situación fue volviéndose más dura y a fines del ‘74, las proyecciones pasaron a ser clandestinas.

Uno de los filmes más significativos de aquel momento fue «Los traidores» (1973) del propio Raymundo Gleyzer. Si bien fue un largometraje ficcional, devino en un gran relevamiento documental de la burocracia sindical. A partir de este filme, el grupo se planteó la posibilidad de extender sus actividades de exhibición y debate hacia el campo de la producción. Posteriormente se filmó «Me matan si no trabajo y si trabajo me matan» (1974), un registro en formato de cortometraje de la huelga de trabajadores enfermos por saturnismo. En toda la producción de Gleyzer quedó claramente impreso su ideario revolucionario. Sus palabras lo refuerzan: «Cuando sostenemos la posición de que el cine es un arma, muchos compañeros nos responden que la cámara no es un fusil, que esto es una confusión, etc. Ahora bien, está claro para nosotros que el cine es un arma de contrainformación, no un arma de tipo militar. Un instrumento de información para la base. Este es el otro valor del cine en este momento de la lucha (...) Es así como nosotros entendemos que el cine es un arma».

Cuando llega la noche

Después de tanta renovación, todo fue acallado. A partir de 1976, con los militares nuevamente en el poder, la censura, la represión, el exilio y la desaparición de cineastas, despejaron el camino para que un cine cómplice de los fines e intereses del gobierno militar dominara la cartelera de estrenos nacionales.

El discurso de la censura oponía la «cultura verdadera y legítima» a la «cultura falsa e ilegítima», y hablaba de un «sistema cultural falso» que «no se subordina a lo moral». «La censura se dedicó durante años a señalar y prohibir lo no-moral, que abarcaba los conceptos de sexualidad, religión y seguridad nacional. El concepto de sexualidad se va definiendo como todos los demás significados del discurso dentro de la oposición ‘nuestro-ajeno’. El segundo concepto abarcado por el catálogo de lo no-moral es lo que denigra, afrenta o ataca las instituciones religiosas, la iglesia católica o la moral cristiana. El tercer concepto, relacionado oblicuamente con este catálogo es el de la seguridad o de ‘interés de la Nación’», explicó el crítico de cine Sergio Wolf.

En 1973, las películas argentinas estrenadas comercialmente habían sido 41 y el cine argentino pasaba por un buen momento: las producciones más vistas fueron «La tregua» (nominada al Oscar para el mejor filme extranjero), «La patagonia rebelde», «Juan Moreira», «Boquitas pintadas», «La gran aventura» y «La Mary» (todas superaron la cifra de 200.000 espectadores). Pero en los dos años siguientes, a tono con la debacle que vivía el país en su conjunto, comenzó una decadencia que, para 1976, había llevado aquel número a la mitad: sólo 21 filmes nacionales llegaron a las pantallas y esta cifra se mantuvo durante los dos años siguientes. Los 84 millones de entradas que se vendieron en 1975 se redujeron drásticamente a 65 millones en el año del golpe.

Mientras tanto, el Instituto Nacional de Cinematografía (INC) a través de su interventor, el capitán Bittleston, dictó, el 30 de abril de 1976, las normas para un «cine optimista». Quien quisiera filmar con el apoyo del Estado ya sabía a que tenía que atenerse.

Filmar con alegría

Según Sergio Wolf «un cine de régimen no requiere, para constituirse en tal, que todos los films reproduzcan enunciados en boga, que cada quien o cada puesta en escena haga visible el discurso del gobierno de turno. Conque una zona amplia y diversa de la producción lo haga o deje de leer las circunstancias de gestación, basta para aseverarlo».

La última dictadura necesitaba imperiosamente un cine nacional que mejorara su imagen y promoviera la confianza en el orden represivo. Se puso en marcha un dispositivo para manipular la producción, mediante la selección condicionada de créditos y una férrea censura. La tarea la asumió el Capitán de Fragata Jorge Enrique Bittleston, quien estableció «la necesidad de premiar aquellas obras que tengan profundas raíces en el ser nacional y que exalten valores espirituales, cristianos e históricos que afirmen los conceptos de familia, orden y trabajo».

Este sistema de premios y castigos no se ceñía solamente a la censura y aprobación de proyectos, sino en los subsidios y la declaración de interés con que eran evaluados y se distribuía el dinero. Al examinar con atención el período 76-78, se advierte que aquellas películas que exaltaban «los conceptos de familia, orden y trabajo» recibían todos los beneficios de la ley. Así ocurrió con «Patolandia nuclear», de Julio Saraceni, o «Dos locos en el aire» y «Amigos para la aventura» de Palito Ortega, quien agotó las siete películas de su filmografía entre 1976 y 1980 y logró varias veces rozar el millón de espectadores. A Bebe Kamin, Leonardo Favio, Carlos Galettini y Adolfo Aristarain se les negó tanto el subsidio como la declaración de interés especial.

A pesar de las propuestas oficiales de «optimismo» y del cine «escapista y trivial» que se produjo durante el gobierno militar, la muerte fue un tema recurrente. Puestas en escena y relatos se orientaron hacia ella como atraídos por un imán, un destino o una necesidad, aun en el terreno de la comedia, como en «Crucero de placer» (Carlos Borcosque hijo, 1979), donde los protagonistas buscan socios para un «negocio rentable»: la fabricación de ataúdes.

El discurso del cine más orientado por las normas «optimistas» se movió en torno a dos tópicos principales. Por un lado, se produjeron una serie de títulos alrededor de la reafirmación de los valores familiares. Por el otro, se afianzó un cine de acción, surgido a principios de los ‘70, que utilizaba un lenguaje plagado de eufemismos y metáforas de la jerga castrense para aludir a la «guerra antisubversiva». En este grupo podemos ubicar las sagas de los «Superagentes» y los «Comandos azules».

La primera saga ya había estrenado «La gran aventura», de Emilio Vieyra (1973), y «La super super aventura», de Enrique Carreras (1974). Eran tres hombres que respondían a los apodos de Tiburón (Ricardo Bauleo), Delfín (Víctor Bo) y Mojarrita (el recordado Julio De Gracia), y que trabajaban para una misteriosa organización para combatir el delito: Acuario. Luchaban contra el mal, defendían el orden y velaban por la seguridad del país. Cualquier parecido con lo que públicamente se proponía el «Proceso» no es pura coincidencia.

Durante la dictadura la lógica eufemística de esta saga se acentúa. Como señala Sergio Wolf, «nunca se enmarca abiertamente el relato en la Argentina ni se indica a quién responde cada sector en lucha; sólo se habla de salvadores locales y enemigos foráneos». En este período se filmaron tres títulos de la serie: «La aventura explosiva», (Orestes Trucco, 1976); «Los superagentes biónicos» (Mario Sábato, 1977), donde subyace la infiltración como normalidad y el «tirar a matar» como consigna de los grupos que se enfrentan; y «Los superagentes y la gran aventura del oro» (Galettini, 1980), película en la que los superagentes sin uniforme deben impedir que «rivales foráneos» roben «la memoria histórica» de un museo.

Los «Comandos Azules» inicia la segunda saga en 1979. Su continuación, en 1980, se titula «Comandos azules en acción». Ambas fueron obra de Emilio Vieyra y son todavía más transparentes en su prédica antisubversiva. La acción se sitúa en la Argentina, presentada como «uno de los pocos lugares del mundo en que se puede vivir en paz» y el mensaje es simple y directo: dos «simpáticos» parapolicías, operando en las sombras, combaten a grupos que perturban el orden.

Otro director que se sumó al bando de los «optimistas» fue Palito Ortega. En 1976, debutó como director con «Dos locos en el aire». Al año siguiente, con «Brigada en acción» incursionó también en el género ya no policial, sino «parapolicial». Ambos títulos son el ejemplo perfecto de que existía una compulsión a narrar historias sobre facciones enfrentadas, donde el objetivo era exterminar la diferencia, eliminar al «otro». Estos grupos, a veces, se representaban identificándose con alguna de las Fuerzas Armadas, tal como acontece en «Los drogadictos» (Enrique Carreras, 1979) o en «Dos locos…» y «Brigada…». En esta última, Ortega llegó a incluir autos sin chapa y su personaje —el principal Alberto—  lleva hasta sus últimas consecuencias el ataque contra las distintas variantes del «otro». El film incluye, al pasar, la Escuela Ramón L. Falcón, visitas al Museo Policial, desfiles de la Policía Federal, apologías de lo parapolicial y -como leit-motiv sonoro- la sirena de un patrullero.

Es Ortega también quien introduce —junto con la metáfora del «cuerpo enfermo a curar»— el concepto del país como establecimiento a reeducar, como orden a reinstaurar, como espacio en que hay que contraponer la moral de los valores positivos frente a los valores negativos... Ortega en este sentido, es un «alumno aplicado» el primero en llevar a la práctica lo pedido por el interventor del Instituto Nacional de Cinematografía, Bittleston. «Palito» contribuyó con tres películas a la propuesta de reeducación social del país a partir de valores positivos: «Las locuras del profesor» (1978), con Carlos Balá, «Vivir con alegría» (1979), con Luis Sandrini y «¡Qué linda es mi familia!» (1980), última aparición de Luis Sandrini y Nini Marshall, donde Palito, disfrazado de hombre de la Armada y en la Fragata Libertad, canta «Me gusta el mar / soy guardián de mis fronteras / donde empieza mi bandera /se terminan las demás».

También se propuso exaltar la «alegría» de ser argentino un producto como «La fiesta de todos» (un paso en falso de Sergio Renán) que explotaba el triunfalismo deportivo del Mundial de Fútbol de 1978 e intercalaba material documental de los goles del evento con una serie de escenas ficticias en las que se convencía a los más críticos respecto del seleccionado argentino.

Así, tanto desde las pantallas como desde la prensa diaria y periódica se intentó construir la imagen de un país «optimista» cuyas voces discordantes eran anuladas o, en el mejor de los casos, difundidas con sordina. Los primeros análisis sobre el campo cultural que se harán durante la transición democrática elegirán exaltar esas voces silenciadas más que delatar la obsecuencia de ciertos medios y personalidades que, con pocas excepciones, siguieron formando parte de nuestra «cultura nacional».

Papelitos de colores

El Mundial de fútbol apareció de distintas formas en muchos films del año 1978, a veces con una simple mención, otras en puntos clave del argumento. Pero hubo una película que con convicción y seguridad se transformó en la película oficial del evento deportivo. El 24 de mayo de 1979 se estrena «La fiesta de todos» (1978) dirigida por Sergio Renán, con guión de Hugo Sofovich y Adrián Quiroga (seudónimo de Mario Sábato). Este alevoso panfleto está construido sobre un material previo, filmado por un grupo de brasileros que, frente a la derrota de su equipo, decidió vender las imágenes documentales que habían registrado. A dichas imágenes, algunas de cierta calidad y valor documental, se le agregaron una serie de sketchs de fuerte contenido ideológico y de una pobreza cinematográfica asombrosa. Una seguidilla de momentos vergonzosos en donde impera un punto de vista por demás homofóbico, racista y xenófobo, un verdadero despliegue de contenido ideológico fascista. Y como refuerzo a todo esto aparecen discursos políticos nada inocentes ya sea mediante gags o directamente con gente hablando a cámara.

Esta defensa de un evento, tan siniestro por el momento del país en el que se desarrolló, convierten a «La fiesta de todos» en la película más oficial de la dictadura, dirigida nada menos que por Sergio Renán, quien años antes había ganado prestigio internacional con «La tregua» y por lo tanto era un realizador con un nombre, una carrera y un compromiso extra con el cine nacional.

La película presenta algunos discursos que hoy producen indignación, como el del periodista Roberto Maidana que dice: «Para nosotros, los argentinos, la historia importante empieza antes de esta fiesta y termina en esta fiesta. Porque el Mundial para nosotros fue un desafío donde el fútbol no tenía nada que ver. Sí la malevolencia y el escepticismo. Y respondimos con las obras realizadas y con la actitud serena y generosa de un pueblo maduro, de pantalones largos». En el cierre del film, Félix Luna, el historiador más conocido que tiene nuestro país, finge mirar desde un balcón a la gente festejando -la escena claramente está filmada después, aunque caen papelitos desde arriba- y explica: «Estas multitudes delirantes, limpias, unánimes, es lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta derrotado o marginado. Y tal vez por primera vez en este país sin que la alegría de algunos signifique la tristeza de otros».

Posteriormente, Renán manifestó su arrepentimiento por esta película. Muchos historiadores y críticos de cine han «perdonado» este film y tratan de olvidarlo.

Policía y pedagogo

En «Brigada en acción», "Palito" Ortega es un intrépido agente policial que encabeza un grupo de tareas junto a Carlos Balá y Alberto Martín, que se encarga de resolver distintos casos delictivos. Las primeras escenas sientan las bases del programa estético e ideológico de los filmes de Ortega, estableciendo las líneas temáticas y conceptuales que se repetirán en adelante y no sólo en películas de género castrense, sino bajo distintos ropajes. Entre ellas: exaltación de la labor y los valores humanos de las fuerzas militares; tipificación de una ética y una moral ejemplar, encarnada por algunos personajes; planteo frontal de su ideología; lugar privilegiado de la familia bien constituida con adoración por la madre y respeto hacia la figura del padre como autoridad férrea que no resiste críticas.

Entre tiros y persecuciones, el relato va intercalando diversas escenas en las que se presenta de forma abierta y franca una propaganda casi institucional de la Policía Federal, con frases terminantes como «la policía argentina es una de las mejores preparadas del mundo», dicha textualmente por "Palito". Sumadas a las apreciaciones de los personajes civiles como los de Altavista y la madre de personaje de "Palito", en las que se comentan la vocación de servicio de los agentes, quienes «en cualquier momento del día deben entregarse a la defensa del bien común», forman un cóctel difícil de tolerar.

Y esto no es todo, ya que no falta, al modo de los desfiles militares que supimos padecer en la época, las insoportables sesiones de acrobacia y destreza sobre motocicletas que llevan a cabo los cadetes de la escuela de policía, a la que "Palito" lleva a pasear a "Cepillo", un niño lustrabotas y huérfano, amigo de los oficiales, para enseñarle las virtudes de nuestras fuerzas de seguridad. En «Brigada en acción» es muy clara la caracterización que el propio Ortega hace de su personaje Alberto, el cual está vestido e identificado con los atributos del sacerdote, a saber: como lo dice su abnegada madre y él lo demuestra con los hechos, él solo vive para su trabajo, mientras que a ella le gustaría mucho que trajera una chica a su casa.

En cuanto a los malos de la historia, estos son mencionados en la canción que suena en off, cuando se anuncia la muerte de unos de los agentes, que, para agravar dramáticamente la afrenta de los delincuentes, en la escena anterior había estado festejando el nacimiento de su primer hijo. En esa canción se habla de aquellos que «perdieron la fe en el amor y en la Justicia y confunden la libertad». Es muy interesante el modo en que plantea la presencia de "esos delincuentes", a quienes no identifica. La apelación es tan amplia, que permite aludir a un grupo indefinible de "criminales".

Ortega y Carlos Balá en una escena de
"Dos locos en el aire"
«Brigada en acción» se estrenó al igual que se antecesora, «Dos locos en el aire», para la fecha de las vacaciones escolares de mitad de año, con lo cual se aseguraban una gran afluencia de público infantil. A este hecho se suma, como decíamos, que el personaje de "Cepillo" es el destinatario directo de la serie de enseñanzas que destacan los valores de sacrificio, profesionalismo y hombría de bien, que parece representar, la Policía Federal. La figura del niño es esencial dentro del esquema de significados del film ya que el niño de la ficción, receptor en la pantalla, duplica a los niños fuera de ella y provoca la identificación de los mismos, convirtiéndose a su vez ellos en receptores secundarios del mensaje de propaganda. "Cepillo", luego de la recorrida por la escuela de suboficiales Ramón Falcón, dice: «Yo cuando sea grande, quiero ser policía».

«Brigada en acción» comienza con una persecución en montaje paralelo con imágenes de una exhibición de acrobacia por parte de la policía. Corre el año 1977 y el director elige ese plano para iniciar su film, y luego agrega una visita guiada por el museo policial con alguien que nos explica: «Naturalmente los medios para combatir el delito se han modernizado de modo de colocar a nuestra policía entre las mejores del mundo. Durante las veinticuatro horas del día hombres y mujeres trabajan de distintas formas, velando por la tranquilidad de sus semejantes». Sí, la policía de 1977 es a la que se refiere el film. Estos elogios se multiplican alegremente y hay espacio para todas las bajadas de línea posibles. En este sentido, hay varios ejemplos: hay un niño huérfano en el film que declara su deseo de ser policía, o la permanente presencia de exhibiciones acrobáticas y destrezas varias de las diferentes unidades de la policial. El hermano de uno de los protagonistas dice ser estudiante universitario, pero no lo es, es un delincuente común. No hace falta aclarar cuál es la ideología detrás de este absurdo personaje. Pero el punto que resume la auténtica ideología del film está en una canción que es una pieza digna de estudio en sí misma. Uno de los policías de la brigada muere en un enfrentamiento y al recibir Ortega la noticia, se escucha la siguiente canción, a la par que se observa al Falcon que maneja, dirigirse sin rumbo por la ciudad: «Pobre de esa gente que no sabe a dónde va/los que se alejaron de la luz de la verdad/ esos que dejaron de creer también en Dios/ los que renunciaron a la palabra amor. Pobre de esa gente que olvidó su religión/ esos que a la vida no le dan ningún valor/ los que confundieron la palabra libertad/ los que se quedaron para siempre en soledad». Esta es la descripción que elige "Palito" para hablar de la delincuencia en su película. ¿A qué delincuencia se refiere exactamente?

Por su parte, «Dos locos en el aire» funciona como un elogio de las instituciones en el poder a partir de la Fuerza Aérea y también, como una defensa de la fe católica -algo muy recurrente en la filmografía de Ortega- y los símbolos patrios. Ver volar -con una canción de Palito sonando de fondo- los mismos aviones desde los cuales durante ese mismo año en que él los filmaba, tiraban gente en el Río de la Plata, no puede ser tolerado ni disculpado bajo ningún concepto. Así como tampoco debería ser olvidado.

En estos films de Ramón Ortega y su productora "Chango" (nacida con la dictadura) hay un elemento que es irrefutable: nada es accidental, ni existe ambigüedad posible, sabían lo que estaban haciendo y por qué. Nada es inocente, como tampoco lo es que hoy muchos lo olviden y traten a Ortega como si esto no se hubiera hecho jamás. O como si nunca hubiera escrito -en lo que varios han reconocido en su momento era una alusión a los cantantes de protesta - «si no te gusta que la gente esté contenta/ si no te gusta ver feliz a los demás/ tirate al río en la parte más profunda y después cuando te hundas si querés podes gritar». El único film que produjo "Chango" fuera de la dictadura fue Tacos altos (1985) dirigida por Sergio Renán. Aunque sus dos películas más siniestras son las arriba nombradas, el resto de su filmografía no es del todo inocente. Que sean muy malas películas no las absuelve. En «Amigos para la aventura» (1978) la insistencia por festejar «una nación de paz» de ninguna manera puede ser accidental. Como tampoco lo es que «Vivir con alegría» (1979) termine con una cita de Juan Pablo II cubriendo toda la pantalla. Este film es el más claro con respecto a los valores católicos, patriarcales y conservadores del director, y en su notable mediocridad igual es el más logrado de su carrera. «¡Qué linda es mi familia!» (1980) es el último de sus títulos. Allí, "Palito" Ortega hace de hijo adoptivo y su padre (Luis Sandrini, obviamente) echa al padre biológico cuando éste viene a reclamarlo. Proviniendo de este cineasta, se puede afirmar con seguridad que las casualidades no existen y que, en consecuencia la lectura de esta escena es definitivamente aterradora.

La metáfora

Pero como señalaba al comienzo de esta nota, sería injusto olvidar que también existió, por parte de algunos cineastas, el intento de denunciar la situación que se vivía en la Argentina. A pesar del clima político imperante y los riesgos vigentes, algunas voces consiguieron eludir la censura y la persecución a través de la realización de un cine de género donde, aunque metafóricamente, se colaban alusiones a la situación política. Así, gracias a la estrategia exitosa de decir sin nombrar, el encierro, las desapariciones y el miedo lograron una representación en clave. Fue así como José Martínez Suárez realizó «Los muchachos de antes no usaban arsénico» (1976), en la que un grupo de ancianos disuelven a sus esposas, para luego repartirlas en una casona; Sergio Renán, «Crecer de golpe» (1977), con libro de Haroldo Conti; y Alejandro Doria «La isla» (1979) y «Los miedos» (1980). Incluso Leonardo Favio confesó haber decidido cambiar el final de «Soñar, soñar» y terminar su historia en un presidio. Estrenó en 1976 bajo amenazas de bombas en los cines.

Pero el caso más contundente es el de Adolfo Aristarain, que debutó como director en 1978 con el policial «La parte del león». Aunque en 1979 firmó una de las entregas de una serie de moda —«La discoteca del amor»—, en 1981 realizó una de las películas más valiosas de todo el período: «Tiempo de revancha». Un plano de Federico Luppi cortándose la lengua frente al espejo, se convirtió en símbolo de la victoria contra un sistema aparentemente impenetrable desde una resistencia silenciosa.

Según Aristarain, lo que impidió a la censura, algo más relajada entonces, prohibir la película fue su «trampa» narrativa. Se trataba de una historia donde no se resolvía nada cortando una u otra escena, por lo que directamente hubieran debido prohibirla. Ante la eventualidad de un gran escándalo, se decidió dejarla pasar. Fue unánimemente leída en clave crítica. Un año después, con la guerra de Malvinas, el cine argentino empezaría a transitar otro camino, lejos de la oscuridad.

REVISTAS FEMENINAS EN LA DICTADURA: El horror en el living de tu casa


Durante los años de la última dictadura militar, las revistas (especialmente las que daba a luz la Editorial Atlántida) supieron hacerse eco del pensamiento militar, no sólo dirigiendo la mirada femenina hacia el vacío intelectual y lo superfluo sino educando también en el “no te metás” y el “algo habrá hecho”. Lo que sigue es una pequeña lección de periodismo amarillo. Tirando a negro.

Una de las inocentes portadas de "Para Ti"
"La ciudad estrena un nuevo look que nos apasiona a todas: las autopistas. Y nosotras también estrenamos algo: soleros bien cavados, enteritos, bermudas, conjuntos mil rayas y algún que otro vestido para paquetear". Este texto que apareció en la revista Vosotras en enero de 1981 es sólo un ejemplo de cómo se manejaron las editoriales que publicaban revistas para la mujer para congraciarse con los militares que habían asaltado el poder el 24 de marzo de 1976. Bajo el título "La autopista está de moda", la nota le cantaba loas al "progreso" que nos traía el brigadier Cacciatore, entonces intendente de la ciudad de Buenos Aires, a pesar de "aquellas cosas que quedaron en el camino (…) como las quejas de quienes vieron como las topadoras arrasaban con sus viviendas".

Una mentalidad militar debe ser lo más opuesto que existe a una mirada femenina sobre la vida. Por eso, cuando los militares (o sus amigos editores) decidían sobre qué temas había que hablarle a las mujeres, los resultados rozaban el ridículo y la pretendida "moda autopista" que pregonaba Vosotras es un buen ejemplo. Había que enseñarle a la mujer que las autopistas le daban más ganas de vivir y de exhibirse –alegres y radiantes– a las porteñas, que compartían la novedad que había significado la destrucción de una parte de la ciudad de Buenos Aires.

Ante la objeción de los aspectos económicos de la contratación de las obras (hasta Ernesto Sábato insinuó grandes negociados) y las quejas de arquitectos e ingenieros que sostenían que se rompía la entidad urbanística de la ciudad, el centimetraje en la prensa destinado al elogio debía ser importante. Cacciatore era presentado como un hombre de acción y se difundía la idea de que en algún momento la obra pasaría al control municipal y sería gratuita. La nota de Vosotras permite establecer el nexo entre gobernantes y publicistas de entonces. Y que a las mujeres les reservaran en la campaña una participación propia de idiotas ilustra, en realidad, sobre el alcance intelectual de los responsables de la misma.

Cuando la calle pensaba como los cuarteles

Una de las postales que regalaba "Para Ti" para que sus
lectoras las enviaran al exterior en apoyo a la Dictadura
En mayo de 1978, la revista Para Ti, publicó una nota –sin firma, por supuesto– que también ilustra sobre la forma en que se manipulaba a la mujer para alejarla de cualquier actitud crítica para con el "Proceso". Cabe recordar que tanto Para Ti como Vosotras eran propiedad de la Editorial Atlántida (dueña también de Gente, El Gráfico y Somos) que dirigía Aníbal Vigil y que mantenía estrechos lazos (ideológicos y económicos) con la dictadura: la publicidad estatal era abundante en las mencionadas publicaciones.

Volviendo al tema, bajo el título "¿Qué piensan las Argentinas de los políticos?", se educaba a las lectoras en los "valores" que nos proponían los asesinos que moraban en Balcarce 50. La encuesta de Para Ti alcanzó a 200 mujeres y "demuestra que las argentinas tienen buena memoria". Entre otras cosas, se leen algunas frases que parecen salidas de la cabeza de algún coronel de entonces: "Estoy de acuerdo con el actual gobierno. No digo que represente el ideal, pero había que poner orden", "Si los políticos quieren ayudar en el nuevo proceso, está bien. Pero que se olviden muy bien de todos los sistemas tradicionales", "Es increíble, siempre vuelven los políticos. ¿Cómo hacen para no sentir un poco de vergüenza?", "No hay que intentar más nada con los políticos", "Felizmente no se hace tanta política como antes y en las facultades se puede estudiar", y otras lindezas por el estilo. Editorial Atlántida hacía bien la tarea y la política era mostrada como algo "pasado de moda".

Unos meses antes, Para Ti había publicado "El Gran Libro de los Sueños" que resultó algo verdaderamente desopilante. Allí podía leerse que soñar con un uniforme "indica gloria y celebridad" y –por el contrario– hacerlo con una urna significaba "un acontecimiento triste". Si la mujer argentina soñaba con un policía, debía tomarlo como una "exhortación a respetar las leyes morales cotidianas", aunque también podía significar que su alma se estaba rebelando "contra una criminalidad interior". Si en cambio le tocaba en suerte soñar con su propio lecho vacío significaba que "tenía ganas de desaparecer". Y soñar con dinero traía aparejada una pequeña diferencia, que estaba dada en el sexo del soñador: "En el hombre, símbolo de capacidad en el amor y en la vida. En la mujer, casi siempre símbolo de especulación erótica". ¿Qué tal?

Pensando tal vez que la encuesta sobre los políticos había sido todo un éxito, los cerebros de Para Ti pergeñaron otra encuesta y en marzo de 1979 vio la luz una nota bajo el título "¿Qué piensa y quiere la juventud?", con pibes y pibas de 15 años que respondían como un general cincuentón. Un periodista que trabajó varios años en Para Ti me comentó una vez que las dichosas encuestas no necesariamente tenían que ser inventadas: alcanzaba con enviar al cronista al lugar adecuado (Pueyrredón y Las Heras, por ejemplo). Por las dudas, las respuestas eran luego tamizadas en la redacción. Así, los chicos y las chicas que contestaban representaban tanto a la juventud como el Pato Donald representa a todos los otros patos que no supieron acceder a la historieta. De hecho, la revista aseguraba que "todos estaban rigurosamente vestidos a la última moda y todos sabían de memoria los nombres de los integrantes de Queen".

"En estos momentos, mi mayor preocupación es la penetración marxista en los colegios", decía una tal Edith Navarro desde el candor de sus 15 años, mientras que Silvina More (16) sostenía que "ahora la gente toma conciencia de su responsabilidad y hay más fe en el futuro". "Para la inmensa mayoría de los encuestados lo mejor que le pasa a la Argentina es el reencuentro de su gente. Algunos creen que sucedió por obra y gracia del mundial de fútbol; otros suponen que todo el país se sintió unificado ante el peligro que significó el posible conflicto con Chile. De todos modos, casi todos los jovencitos están de acuerdo en que una de las cosas más importantes del momento es el fin de la violencia, de la guerrilla y de la prepotencia callejera", explicaba Para Ti. Los cadáveres y las desapariciones tenían que ver, aparentemente, con conflictos originados en el reino de Sri Lanka.

La encuesta permitía afirmar que "otra señal positiva es la imagen sólida que tiene el gobierno" y la preocupación que sentían algunos "por las calumnias contra la Argentina que se dicen en el exterior", y se hacía tiempo para ridiculizar a "la chiquilina que aseguró que hoy en día no pasa nada bueno". La espontaneidad que Para Ti creía descubrir en las opiniones de los muchachos y chicas de aquel año se parecía demasiado a la uniformidad. Literalmente entendida.
 ¡Felicidades, General!

Diciembre de 1980. Época de salutaciones. Bajo el título "Feliz Año 1981", Para Ti les envía "en nombre de las mujeres argentinas" los clásicos saludos de fin de año a los capitostes del "Proceso". Una joyita de la manipulación. Y si no creen lo que sigue pueden solicitarme la copia de la revista.

"Muchas gracias por la paz. Por esa paz que todos salvamos y que gracias al esfuerzo de las Fuerzas Armadas hoy vivimos", arranca la nota dirigiéndose a Videla. "Fue duro llegar a ella. Corrió mucha sangre. Pagaron justos por pecadores… Pero hay PAZ" (así, con mayúsculas). Y trasparenta: "Pero muchas gracias también por defender una política tan antipopular. Una política que (…) sólo busca el progreso del país…".

Martínez de Hoz, recientemente fallecido y entonces ministro de Economía también recibía lo suyo: "Que usted cometió errores nadie lo pone en duda. Lo que sí ponemos en duda es la honestidad de quienes lo critican". Para la revista los errores radicaban en que se había "dejado de hacer cosas que se habían prometido, como una mayor privatización”, pero como "también es cierto que hubo aciertos", había que ser justos "y decirle gracias, muchas gracias".


El caso de "Alejandra"

A fines de 1977 no estaba sola ni sus padres la habían abandonado ni era hija del terror. Ni siquiera se llamaba Alejandra. A fines de 1977, Alejandrina Barry Mata tenía dos años y medio y también formó parte sin saberlo, sin quererlo y sin comprenderlo, de la campaña mediática atroz que  Editorial Atlántida había lanzado para apoyar a la dictadura.

Alejandrina es hija de Juan Alejandro Barry y Susana Mata, dos militantes montoneros asesinados respectivamente el 15 y el 16 de diciembre de 1977 en Uruguay. Juan Alejandro en la ruta Interbalnearia, cuando intentaba escapar de un retén junto a Jaime Dri; Susana, en la casa de playa de Lagomar. De esa misma casa se llevaron a Alejandrina. Había nacido en la cárcel de Olmos el 19 de mayo de 1975, donde su mamá estaba detenida y recuperaron juntas la libertad pocos meses antes del golpe de Estado. Siguió a sus padres cuando decidieron cruzar a Uruguay a fines de 1976 luego del secuestro y desaparición del hermano de Juan, Enrique Barry, y su esposa Susana Papik.

"Me entregaron a mis abuelos después de varios días en los que estuve a cargo de las fuerzas armadas uruguayas, apropiada. Creo que lo hicieron porque decidieron que yo era más conveniente para hacer esta campaña de prensa. Las fotos se hacen en Uruguay, mientras me tienen los militares de allá. Y la campaña aparece después de entregarme a mis abuelos. Y tiene que ver con que los hijos de los desaparecidos éramos un botín de guerra. Hoy hay más de 400 chicos de los cuales todavía no sabemos su identidad. Y a mí me usaron como un conejito de Indias. Servía más para que ellos hicieran su publicidad que apropiada. No es que me entregaron sin más a mis abuelos. Fue una decisión política. Me entregaron a cambio de poder hacer esa gran campaña. Me usaron para decir que los subversivos merecían morir porque dejaban solos y abandonados a sus hijos. Para transformar a las víctimas en victimarios", contó Alejandrina al diario Miradas al Sur. Hoy, Alejandrina milita en el PTS y en la coordinadora formada en La Matanza por la aparición con vida de Luciano Arruga, secuestrado por la Bonaerense.

En el parte 1380 del 29 de diciembre de 1977, las Fuerzas Armadas uruguayas afirman que la nena detenida en el operativo antisubversivo de la casa de Lagomar fue "entregada por la Justicia Militar a sus abuelos paternos" y que de ese modo se aseguraba su traslado a la Argentina. Como señala la periodista Claudia Acuña en su investigación sobre el caso, el comunicado es reproducido por las agencias de noticias Associated Press y France Press y repetido por los diarios La Nación y La Opinión. Pero a la familia Vigil, propietaria de la Editorial Atlántida, las novedades le importaban tanto como la verdad: nada. En 2010, Alejandrina inició una querella contra la editorial y también contra los responsables periodísticos de los medios de ese grupo: Samuel "Chiche" Gelblung ( Gente); Gustavo Landívar, Héctor D’Amico y Jorge Gutiérrez ( Somos), y Lucrecia Gordillo y Agustín Botinelli ( Para Ti).


Una entrevista imposible

"Habla la madre de un subversivo muerto" fue el título del mayor ejemplo de manipulación que ofrecieron las revistas femeninas durante la última dictadura. La entrevista fue publicada por Para Ti el 23 de agosto de 1979 y ejemplifica lo que los represores llamaban –en su jerga– acción psicológica sobre la población. Thelma Dorothy Jara de Cabezas integraba la Comisión de Familiares de Detenidos y Desaparecidos y fue secuestrada a fines de abril de 1979. La Comisión hizo la denuncia. Meses después, la presunta víctima aparecía reporteada en la revista Para Ti y planteaba una conexión directa entre el terrorismo y las organizaciones defensoras de los derechos humanos, promovía el miedo y el control como método de vida para todas las madres y establecía una tenebrosa relación automática entre "chicos equivocados" y "chicos muertos en enfrentamientos con las Fuerzas de Seguridad".

En enero de 1980, la señora Jara de Cabezas pudo ponerse en contacto con miembros del Centro de Estudios Legales y Sociales y les contó la verdad de la historia. Acababa de ser liberada después de pasar por la Escuela de Mecánica de la Armada, pero su hijo mayor y su nuera continuaban detenidos. Su secuestro se había producido después de un viaje al exterior, donde había tratado de verse con Juan Pablo II. En la ESMA fue secuestrada y torturada. Contó que un día la fueron a buscar a su celda, la vistieron, la peinaron y la llevaron a una confitería de la Avenida Libertador y allí fue fotografiada por un profesional cuyo nombre no aparece al pie de la nota. No hubo reportaje: el mismo ya estaba escrito por un experto en acción psicológica y las preguntas suenan más a una indagatoria policial que a un cuestionario periodístico.

"Su desesperación la llevó a recorrer los siniestros caminos que organizaciones subversivas tienen preparados para especular con el dolor de las familias deshechas por su propia culpa, por su política de odio y de violencia", comienza diciendo la nota. Y a partir de allí, la entrevistada comienza a hablar como si ella también hubiera sido entrenada en los organismos de inteligencia del "Proceso". Después de tantos esfuerzos por conocer el destino de su hijo desaparecido, acepta sin la menor duda la explicación de que el mismo murió en un enfrentamiento con fuerzas de seguridad y –coincidiendo con Massera– comenta que decide actuar en el exterior para enfrentar mejor a Amnesty Internacional, organización que venía trabajando a favor de los derechos humanos en la Argentina.

Hacia adentro, la entrevista busca estimular la culpa en las madres, para paralizar su acción: "Las consecuencias, el desastre que sobrevino después y la vida de mi hijo, pesan sobre mi conciencia", dice Jara de Cabezas. Y cuando le preguntan qué encontró al final de su búsqueda, contesta: "La decepción". El mensaje quedaba claro: ¿para qué querían las madres continuar con sus preguntas y reclamos? ¿para qué las rondas de los jueves? Por las dudas, la entrevistada le pide a Dios "que no haya más madres desesperadas ni chicos equivocados".

La fraguada entrevista es una "perla" trágica de la historia del periodismo argentino. La colaboración con los represores es directa (encubrimiento, complicidad, apología del delito). La prensa argentina alcanzaba su punto más alto de corrupción moral.

Amarillo, lindo color…

Si se trata de ver cómo actuó la prensa en relación con el sistema de poder en los años de la última dictadura, bastaría con recorrer los editoriales de los principales diarios, algunos textos de las "revistas de actualidad" de entonces y, obviamente, recordar la manipulación burda que realizaban la radio y la televisión, meras agencias de la propaganda oficial. Sin embargo, detrás de las aparentemente inocentes tapas de las revistas para la mujer se escondía un mecanismo de manipulación y formación de opinión que es anterior a la última aventura militar. Para decirlo de alguna manera, ese mecanismo forma parte de una política permanente de transmisión de la ideología y los valores de las clases dominantes en la Argentina, que tiene muchísimas décadas de vigencia. Una lectura de las revistas femeninas de la actualidad nos llevará a observar que dicho mecanismo no ha desaparecido.

La manipulación ejercida por las revistas como Vosotras, Claudia o Para Ti en los años de Videla, Massera y compañía, se encubría con la instauración de vínculos afectivos entre las lectoras y los redactores. Lucrecia Gordillo, enfocaba sus editoriales con un pretendido lenguaje de ama de casa y su arsenal retórico estaba plagado de lugares comunes. "Sí, yo soy una mujer como usted y apoyo con fervor a este proceso que ha venido a resolver todos nuestros problemas. El mío y el suyo", llegó a escribir una vez. Al convencer a las lectoras de su pretendido paternalismo benevolente y del carácter privilegiado que asumen las relaciones humanas en el seno de la revista, directores y editorialistas se erigían a un nivel de autoridad imposible de alcanzar por el humano común. Llegado el momento, la familiaridad de la editorial se metamorfosea en una interpretación de la realidad social y en la adscripción ha determinados valores. Así, bajo la apariencia del entretenimiento, revistas como Para Ti "filtraban" el pensamiento militar y sembraban el miedo y la parálisis.

Treinta y siete años pasaron del último Golpe de Estado y casi treinta de la restauración de la Democracia en nuestro país. Es bueno entonces que nos preguntemos si las revistas femeninas han cambiado en algo y que nos proponen hoy en día. ¿Vivir o soñar? ¿Aprender o ignorar? ¿Decidir u obedecer? ¿Razonar o comprar lo que ellas mismas venden? ¿Amar o deshumanizarse?

De las respuestas que encontremos dependerá que nunca más algunos vuelvan a su papel de transmisores y encubridores de los fabricantes de la muerte.

jueves, 7 de marzo de 2013

8 de marzo - Día Internacional de la Mujer


WOMAN IS THE NIGGER OF THE WORLD
(La mujer es el negro del mundo, John Lennon)

La mujer es el negro del mundo 
Sí, lo es... pensalo
La mujer es el negro del mundo 
pensalo... haz algo 

Le hacemos pintar la cara y bailar 
Si ella no quiere ser una esclava, decimos que no nos ama 
Si es auténtica, decimos que trata de ser un hombre 
Mientras la rebajamos, simulamos que está por encima de nosotros 

La mujer es el negro del mundo... sí, lo es.
Si no me crees, mira a la que está contigo 
La mujer es el esclavo de los esclavos 
Sí... mejor pega un grito 

Le hacemos parir y criar a nuestros hijos 
Y luego la dejamos por ser una gallina clueca gorda y vieja 
Le decimos que su casa es el único lugar donde debería estar y después nos quejamos de que es muy poco mundana para ser nuestra amiga 

La mujer es el negro del mundo... sí, lo es.
Si no me crees, mira a la que está contigo 
La mujer es el esclavo de los esclavos 
Pensa al respecto

La insultamos todos los días por TV
Y nos preguntamos por qué no tiene agallas o confianza 
Cuando es joven, matamos su deseo de ser libre 
Y mientras le decimos que no sea tan lista 
La humillamos por ser tan tonta 

La mujer es el negro del mundo 
Sí que lo es... 
Si no me crees, mira a la que está contigo 
Sí, lo es... 
Si me crees, mejor pega un grito 

Le hacemos pintar la cara y bailar...

Hoy se recuerda (no se celebra) el Día Internacional de la Mujer, en memoria de aquéllas trabajadoras que estaban en huelga en una fábrica en Nueva York y fueron quemadas en 1909 junto con sus hijos por luchar por sus derechos. Fue Clara Zetkin quien propusiera esta conmemoración y que después retomó la ONU como una fecha para hacer un balance de la situación de las mujeres en el mundo.
Vaya esta letra como homenaje a todas!