miércoles, 19 de marzo de 2014

Dejarse caer en el lado oscuro


Editado hace 41 años (concretamente el 17 de marzo de 1973), el paso del tiempo no hace más que demostrar la vigencia de un álbum que ya se vendió cincuenta millones de veces y del que todavía hoy se compran casi mil copias diarias.

La luna ha sido y seguirá siendo un buen pretexto para muchas cosas. Puede tanto inspirar poemas de amor, albergar las fantásticas aventuras de Verne, subir y bajar mareas, determinar ciclos de fertilidad femenina o aceptar en el más completo silencio que le claven banderitas con barras y estrellas. Pero por encima de todo el astro permite que un grupo de rock inglés en suspensión animada siga vendiendo aproximadamente un cuarto de millón de copias cada doce meses de algo llamado «The dark side of the moon», un artículo de primera necesidad que debería formar parte de la canasta familiar.

«El lado oscuro de la luna» –a diferencia de lo que ocurre con otras producciones míticas y fundacionales– no ha envejecido en absoluto. Es el CD perfecto para el domingo por la mañana: música elaborada, música clásica que de tan digerida ni siquiera hay que pensar en que se la está escuchando.

Todo sigue estando en su sitio: los latidos de corazón relajado y los despertadores en celo, la frase/definición que nos informa que «ir aguantando en la más tranquila de las desesperaciones es the english way», el saxo de Dick Parry, la garganta profunda de Clare Torry en «The Great Gig in the Sky» (votada hace unos años como «la mejor canción para hacer el amor jamás compuesta”), el formidable principio de «Time», esa línea de bajo en «Money», la guitarra marca Gilmour en «Us and Them» y el gran final de «Eclipse».

La verdad sea dicha: al momento de elegir, mi corazón siempre estuvo más cerca de «Wish you were here» (1975) (de hecho, me puso al borde de la lágrima escucharlo en vivo en el primer show de Waters en River) y de «The Wall» (1979). Pero no hay duda de que nada puede imponerse al inexpugnable «The dark side…» en términos de impacto y de religiosidad popular. Considerado uno de los discos imprescindibles de la historia del pop (no deja de aparecer en todas y cada una de esas listas especializadas y de favoritos y de clásicos y de famosos y de ventas), es la piedra fundamental de casi todo lo que vino después, incluida la misma música de Pink Floyd.

Los Floyd en los estudios de Abbey Road, durante
las sesiones de grabación del álbum
Y eso que, lejos de las pretensiones demenciales de sus contemporáneos sinfónicos, los muchachos se limitaban a ir a trabajar para hacer dinero. La banda había disfrutado del prestigio under que –allá por 1967– los definía como la versión cerebral y más avant-garde de los Beatles y los celebraba por sus conciertos «con efectos especiales», perfectos para flotar ácidamente. Todos habían salido (al igual que John Lennon, Eric Clapton y Keith Richards) de las aulas de una escuela pública de arte inglesa, esos laboratorios sociales de posguerra y semilleros inesperados de buena parte del rock inglés de los sesenta. Pink Floyd ni siquiera tenía una mística de banda: ninguno fue muy amigo de los otros, ni siquiera en los buenos tiempos.

Los cuatro llegaron a los estudios de Abbey Road con pedazos de canciones. Waters se ofrece a hacerse cargo de todas las letras: así sería más fácil darle algún atisbo de unidad a semejante desorden. Nadie protestó. Waters anuncia que todo tendría que ver con la idea de «volverse loco”. Nadie protestó. La idea de unir las canciones con ruiditos también es de Waters, que ya había explorado esas cuestiones en «Atom Heart Mother». Todos aportan lo mejor de sí y se respira un aire de perfecta democracia creativa. Discuten un poco –un poquito– a la hora de la mezcla final, así que traen a Chris Thomas (responsable del mezclado del Album blanco de los Beatles) para que dirima la cuestión. El último ladrillo en la pared lo aporta la gráfica del estudio Hipgnosis. Desde entonces, esa portada misteriosa formará parte no sólo de la iconografía del rock sino, también, de la del Siglo XX.

«El lado oscuro de la luna» alcanzó el puesto número 2 en las listas de ventas de Inglaterra y –durante una semana– el número 1 en Estados Unidos. Después empezó a descender y a descender, pero –sorpresa– nunca terminó de salir: se quedó dando vueltas por ahí trescientas semanas consecutivas. Y cuando se le da la gana –como, seguro, ocurrirá en estos días– vuelve para ver cómo anda todo.

De algún modo, «El lado oscuro de la luna» fue el principio del fin: marcó el principio de la dictadura creativa de Roger Waters y condenó a la banda al infierno de someterse al Gran Tema Inevitable y Obligatorio que los convirtió en megamillonarios: «Wish You Were Here» (alienación y locura invocando la figura de Syd Barret, quien, sorpresa, una noche salió de los sótanos de la casa de su madre en Cambridge y se dio una vuelta por el estudio dispuesto a «grabar mi parte» ante el horror de sus antiguos camaradas); «Animals» (alienación y locura con cerdo inflable y fondo orwelliano de Rebelión en la granja); «The Wall» (alienación y locura en el infierno del music-business) y «The Final Cut» (alienación y locura durante la Guerra de Malvinas mientras se recuerda la muerte del padre en la Segunda Guerra Mundial).

Pink Floyd es una marca que vende por sí sola y ahora ni siquiera necesita existir para seguir cosechando. Como bien dijo alguien: en un mundo acostumbrado a que los artistas digan sí a todo, Pink Floyd se las ha arreglado para eternizarse diciendo una y otra vez que no. Por estos días, Waters y Gilmour andan grabando sus nuevos trabajos, que editarán en este 2014. Y todavía, cuando les preguntan si algún día van a volver con la banda ambos responden que ya lo hicieron (en el Live Aid 8, el último megaconcierto de caridad) y cambian de tema.

Mientras tanto, alguien sale a la calle para comprarse por última o primera vez «El lado oscuro de la luna». Ese lado oscuro al que vale la pena dejarse arrastrar.