domingo, 29 de junio de 2014

A 35 años de "Alien": La guerrera desnuda


Hace unas pocos días (el 22 de junio para ser exactos) se cumplieron treinta y cinco años del estreno de «Alien, el octavo pasajero», la primera de la saga, la que dirigió Ridley Scott. La del inquietante slogan en el afiche: «En el espacio nadie puede oír tus gritos». ¿Por qué parece que no pueden haber pasado más de tres décadas? Porque se trata de una de las películas más modernas de la ciencia ficción contemporánea. Un guión paranoide formulado para una época paranoide, y una puesta en escena oscura, atmosférica, de mostrar menos para asustar más (hasta el final no conseguíamos saber que el monstruo de cabezota fálica era bastante antropomórfico). Alien es también una película poderosamente sexual, con organismos vivientes que parasitan a otros organismos y los contaminan, los atraviesan y los matan en la oscuridad.

La secuencia final del film encapsulaba todo esto en unos pocos minutos, constituyéndose en un pequeño hito erótico del cine que despedía los años ’70. Un momento indeleble protagonizado por una entonces desconocida Sigourney Weaver, de 29 años y cierta frescura juvenil que no permitía sin embargo pensar en ella como un potencial icono sexual: su belleza siempre fue extraña, andrógina, fría. Pero algo pasaba en esta escena que cambiaba para siempre esa percepción.

Convencida de que ya había dejado atrás al monstruo, de ser –junto con su gato– la única sobreviviente de los ocho pasajeros de la Nostromo, Ripley empezaba a desnudarse y se disponía a dormir hasta regresar a la Tierra. Y entonces lo presentía, y luego lo confirmaba: el bicho seguía ahí con ella, en la cápsula de emergencia. Son unos pocos planos: ella deslizándose adentro de un cubículo estrecho, exhibiendo sus piernas desnudas, su cuerpo apenas cubierto por una musculosa y una diminuta braguita blanca. La tensión, el terror claustrofóbico, sobrevenían mezclados con una rara excitación, una adrenalina inusual. Muchas chicas murieron desnudas en el cine de terror posterior, en especial en los ’80, pero esto era distinto: aquéllas eran tan sólo víctimas, mientras que la teniente Ripley era una guerrera. Una guerrera desnuda. Una amazona.

Sigourney encarnó a Ripley tres veces más: en Aliens, de 1986, aquella primera secuela dirigida por James Cameron; en Alien 3, de David Fincher, donde se dejó rapar y hasta inseminar por el monstruo y se suicidó llevando en su vientre a la futura Reina Madre extraterrestre; y en Alien 4, donde –aun muerta– regresó, clonada, para una experiencia bizarra.

Ripley se convirtió en uno de los personajes femeninos más fuertes de un cine supuestamente pensado para varones. Para Sigourney, la relación del monstruo con Ripley siempre había sido de naturaleza sexual: «Su sexualidad es su verdadera arma, y su femineidad le ha permitido proteger y salvar incluso a quienes detesta. Eso hace de Ripley una verdadera heroína femenina».

Pasaron 35 años desde aquella escena que dejó temblando a millones. Aquella secuencia breve, hipnótica: la humanidad resistiendo con lo (poco) puesto frente a la bestia fálica del exterior; apenas un gatito, una bombachita y una criatura sinuosa y babosa escamoteada en las sombras, encarnando la gran pesadilla húmeda para toda una generación.

La isla

Aldous Huxley

El siglo XX tuvo, entre sus pensadores más lúcidos, al inglés Aldous Huxley, autor de dos libros emblemáticos: «A Brave New World» (conocido en español como «Un Mundo Feliz») y «La Isla». En el primero, pinta lo que podría ser un retrato del mundo del futuro, gracias a la organización técnica y científica que busca eliminar la posibilidad de pensar diferente, de ejercer las libertades individuales sin coerciones e imposiciones por parte de «los que mandan». Leído con cierta amplitud mental, este libro (de gran parecido a aquél «1984» de Orwell) nos lleva a comprender cuán cerca estamos de la implantación de ese modelo.

En «La Isla» -seguramente por una necesidad interna del autor de permitirse soñar con un mundo diferente-, algunos miembros del «Primer Mundo» llegan por accidente a esa isla, habitada por seres que han ido creando un mundo libre y compasivo. La combinación de ambas culturas da por resultado un lugar absolutamente atípico, donde nadie posee nada, ni siquiera los propios hijos, que son libres de buscar su destino y acompañarse de las personas que les resultan más afines, y donde la única ley imperante es el amor responsable hacia los demás y hacia la propia naturaleza.

Los estudios científicos de los últimos años han mostrado especial interés en tratar de comprender el por qué de nuestro comportamiento. Un grupo, con un tal Paul Mac Lean a la cabeza, llegó a la conclusión de que nuestro cerebro es en realidad un cerebro trino: base de comportamiento reptil, posterior agregado de cerebro mamífero y desarrollo (en lo últimos años) de un cerebro que podríamos considerar humano propiamente dicho. El primero, el reptil, tiene como basamento los principios de Territorio, Jerarquía, Ritual y Engaño y carece en absoluto de compasión. Más bien basa su accionar en sus propios limitados intereses utilizando los cuatro elementos mencionados.

El cerebro mamífero incorpora el cuidado de las crías (cosa que los reptiles no poseen), el juego y algunas emociones. El juego, principalmente utilizado como forma de conocimiento, de comprender las propias limitaciones y la necesidad de otros para poder ejercerlo fue, gracias a la influencia del cerebro reptil, convertido luego no en un placer sino en una competencia, donde lo que importa no es jugar sino ganar, encasillar a los participantes en «jerarquías» y competir, competir, competir. El último componente del cerebro, el que podríamos considerar «humanista» es el único cerebro capaz de introspección, de ponerse en el lugar del otro, de la empatía y, en consecuencia, de la compasión y el amor.

Si usted, estimado lector, quiere saber cuál de los tres está usado predominantemente en nuestra sociedad, cuál de los tres va «ganando», bastará que encienda un televisor y contemple la mayoría de las caras y escuche lo que tienen para decir. O bien, asómese a la calle y contemple a quienes manejan sus vehículos con ferocidad prepotente. O bien escuche a políticos y periodistas con sus charlas llenas de engaños, que apelan a la territorialidad. O bien, escuche a los pastores con sus rituales y promesas falsas de «prosperidad» para los que los sigan, mientras nos describen a un presunto «Señor» que no parece conmovido por los millones de víctimas de toda clase que sufren injusticia y exclusión en el planeta que es de todos, sino que sólo busca que lo adoremos a él.

La experiencia de «La Isla» (no voy a contarles cómo termina por respeto a los que aún no la han leído) en cierto modo se emparenta con la teoría de los tres cerebros, en el sentido de que por medio de una educación correcta podríamos llegar a promover seres que den predominio al cerebro «humano», que descarten desde el vamos la competencia, la acumulación, el egoísmo y se dediquen a disfrutar de la mutua compañía, del esfuerzo comunitario, del goce de lo natural, de la creatividad de la que todos somos capaces en una u otra medida, y no sientan necesidad de crear armas de destrucción masiva, ejércitos, grandes empresas, ni consumismo.

Como ejercicio, podríamos hacernos dos preguntas: ¿Por qué, si todos disponemos de un cerebro humano, no nos estimulan a usarlo, en vez de sistemáticamente atrofiarlo, creándonos necesidades que no son tales y aturdiéndonos con torpes mentiras constantes? ¿Por qué se nos niega la posibilidad de hacernos preguntas verdaderamente importantes para nuestra felicidad, en vez de someternos a parámetros enfermos como si fueran verdades absolutas?

De la respuesta a la que lleguemos dependerá que el futuro se parezca más a lo que Huxley soñaba que a lo que Orwell daba por hecho y que parece esperarnos ahí nomas, a la vuelta de la esquina.