domingo, 30 de noviembre de 2014

Rebecca: “Anoche soñé que volvía a Manderley…”


Hasta que Hitchcock la llamó para protagonizar Rebecca, su primera producción americana, Joan Fontaine sólo había intervenido en algunos papeles secundarios. La interpretación de la frágil muchacha desprotegida la elevó al estrellato pero la encasilló en un papel que repetiría varias veces a lo largo de su carrera. “Desde el principio yo sabía que Joan Fontaine era la más indicada porque percibí que ella misma era poco consciente de sí misma como actriz, pero veía en ella posibilidades para una interpretación controlada y tímida. Los primeros días de rodaje se mostró demasiado tímida pero presentí que llegaríamos donde quería,… y llegamos”, comentó el director inglés tiempo después.

La frágil presencia de la Fontaine fue requerida de nuevo por el maestro para protagonizar junto con Cary Grant Suspicion (Sospecha) una excelente película maltratada por los productores, en la que volvió a demostrar su categoría como actriz hitchcockiana, dando vida a la mujer que cree haberse casado con un asesino que pretende acabar con su vida. El papel de Fontaine es muy similar al que ya había jugado en Rebecca: una mujer atormentada que vive en una situación que la mantiene angustiada, pero que ama a su marido y aguanta de todo por no perderlo.

Tras el éxito en las interpretaciones en estos dos films (que le valieron a la actriz una nominación al Oscar por el primero y la estatuilla por el segundo), estrella y director no volvieron a coincidir en un set de filmación dado que don Alfred comenzaría a elegir en adelante otro tipo de personalidad para sus heroínas, dejando de lado el tipo de rol que Fontaine encarnaba a la perfección: mujeres más bien retraídas, tímidas y soñadoras, pasando a papeles femeninos en los que la mujer es mucho más independiente, atrevida, más abierta a la sexualidad y que vive su vida para ser feliz y ya no se conforma con soñar con la felicidad.

De amores…

La voz en off de Joan Fontaine, melancólica y apasionante, contándonos su vida en Manderley nos mete de lleno en la historia: una chica tímida que conoce a un millonario viudo del que se enamora (Sir Lawrence Olivier). Cuando llegan a su mansión se ve envuelta en una situación que la desborda: los recuerdos de la antigua señora de la casa, Rebecca, son demasiado fuertes para ella y están muy presentes tanto en cada rincón como en la memoria de todos los que la conocieron. La muchacha comienza a sentirse incapaz de luchar contra el peso de un fantasma con la que todo el mundo la acaba comparando de forma inevitable. Su esposo es el primero en no querer hablar de Rebecca, y la información que obtiene por unos y por otros es confusa e inquietante. Su sufrimiento se ve acrecentado por un ama de llaves que no quiere que haya una nueva señora allí. Estos dos personajes femeninos son para mí los más interesantes y son manejados lúcidamente por el maestro: Joan Fontaine, una mujer dominada por los recuerdos, que va acumulando un enorme complejo de inferioridad y Judith Anderson, enamorada de la anterior esposa y celosa de la posesión del grandioso edificio.

Hay un momento de la película que alcanza para sostener esta opinión: la aparición de Manderley ante los ojos asustadizos de Fontaine cuando vuelve junto a su marido del viaje de bodas. Cuando abre la puerta de las habitaciones de Rebecca y entra, observando y apenas tocando las propiedades de aquella mujer y la aparición fantasmal del ama de llaves a través de los transparentes cortinajes de seda… La forma en que Judith Anderson enseña y roza los vestidos que pertenecieron a su ama, su ropa interior ordenada en los cajones, sus cepillos para el pelo y esa manera de ir narrando a la aterrorizada Señora de Winter las maravillas de una mujer a la que amaba intensamente. Una maravillosa secuencia de escenas, encadenadas con maestría por el director inglés.

Hitchcock tuvo, entre otras muchas, la virtud de crear estereotipos tan definidos que se adhieren a sus intérpretes como una piel. Y así como Anthony Perkins será para siempre el Norman Bates psicópata disfrazado de ancianita en Psycho (Psicosis), a Judith Anderson le pasó algo parecido: su Señora Danvers de Rebecca le confirió un tono inquietante en todas las películas en las que apareció posteriormente. Bien dice Luis Gasca que “las amas de llaves cinematográficas, aunque no cronológicamente, sí artísticamente, nacen en Rebecca, con el rostro de Judith Anderson” (1).

…y fantasmas

Rebecca es uno de los pocos films en que un personaje ausente es el motor principal de las situaciones: la señora que le da nombre a la película era una hermosa mujer que causa una tremenda atracción personal tanto entre los hombres como entre las féminas. Rebecca de Winter, aparece adornada con las galas de una mujer fría, absolutamente convencional, creída de sí misma, de su belleza, de su situación de poder y con un toque de perversidad con el que manipula las vidas de los que la rodean incluso después de su muerte. Frente a ella, la joven señora de Winter, interpretada por Joan Fontaine, es una mujer-niña apocada, débil, sin espíritu ni iniciativa, absolutamente fuera de lugar en el gran mundo. Es el personaje puesto en un sitio al que no pertenece y al cual le suceden cosas que no le deberían pasar: “Cenicienta”, la llaman a escondidas, y esto queda demostrado la noche de la fiesta cuando, hecha una princesa como Rebecca, debe salir corriendo del salón y pierde el sombrero al subir las escaleras.

De a poco vamos cayendo en el brutal encanto de un personaje que jamás vemos, al que no oímos, al que no tocamos, pero que esta ahí, en cada secuencia. Rebecca nos envuelve y ese mismo personaje dirige los hilos de los demás con diabólica sensibilidad, hasta los momentos finales del film, cuando una asombrosa confesión lleva a que se nos esfume el morboso interés que sentimos hacia Rebecca de Winter.

Yvonne Yolis sostiene que “si el sentido de lo que vemos depende de lo que no vemos, podemos asegurar que el Fuera de Campo es uno de los elementos más importantes que diferencian al cine de las demás artes (…) Hitchcock lo incorpora sabiamente en sus películas, pero no con el sólo propósito de crear tensión o suspenso (…) sino que lo relaciona directamente con la identidad de sus personajes. Se establece una especie de triángulo imaginario que conforman los dos protagonistas y un tercero, representado por el fuera de campo, que es quien promueve o permite esa ‘sustitución de la personalidad’ en uno de ellos” (2). En el film que nos ocupa, el triángulo se establece entre Rebecca muerta, su viudo y su nueva esposa Y un detalle importante: de esta nueva ama de Manderley no sabremos su nombre en toda la película ya que se mantiene la ambigüedad de “Sra. De Winter” o “la esposa de…”.

Con esta novela romántica de Daphne de Maurier, ambientada en la Inglaterra de los años ‘30, Hitchcock nos atrapa desde el primer momento: la situación, los personajes e incluso el estilo romántico que rodea la atmósfera asfixiante, todo pertenece a ese retrato británico noble y misterioso, elegante y oscuro al mismo tiempo…

Y si bien es cierto que hay cierta coincidencia entre los biógrafos de ‘Hitch’ al asegurar que este maltrataba a sus personajes femeninos, creo que en Rebecca el director le hace justicia a la abnegada Fontaine de manera muy sutil pero brillante. En varias escenas, cuando la nueva Señora de Winter está siendo superada por los acontecimientos, Hitchcock realiza un movimiento de cámara que empieza siempre desde un primer plano de ella y poco a poco va alejando la lente de ella para dar esa sensación de que se empequeñece ante las circunstancias. Pues bien, al final de la película hay otro momento muy similar en el que Olivier le dice que no hay esperanza para ellos, y una vez más Hitchcock aleja la cámara de ella poco a poco, pero a diferencia de los otros planos, ahora Joan Fontaine, cuando la cámara ya está lejos, avanza acercándose a ella para dar una muestra contundente de su determinación: no está todo acabado, luchará para que no sea así.

Notas:
(1) “Diablesas y Diosas”, Ed. Laertes, Barcelona, 1990
(2) “Rebecca, una tensión invisible”. Revista Film, Mayo 1994.

Las rubias de Hitchcok: De frialdad aparente...


Un elemento esencial de las películas de Hitchcock, al igual que sucede en los filmes de Bond, es la actriz que tiene a su cargo el papel protagonista. Comenzamos entonces una serie de notas que nos permitirán conocer no sólo a los personajes a los que supieron dar vida aquellas memorables actrices, sino también la relación del director inglés con el sexo femenino. Una relación que no siempre resultó cordial.

Hitchcock dirige a Janet Leigh en la
famosa escena de la ducha en "Psycho"
Es indiscutible que el tipo de actriz esbelta, rubia y refinada forma parte del universo cinematográfico del “mago del suspense”, de tal forma que él mismo escribió al respecto “Cómo escojo a mis heroínas”, un texto en el que explica claramente las cualidades que han de tener, a su juicio, las protagonistas de sus filmes. Ese artículo nos permite comenzar a rastrear en los gustos de don Alfred.

Para empezar, Hitchcock elegía a la heroína de sus películas bajo la premisa de que debía gustar a las mujeres antes que a los hombres, “porque las mujeres forman las tres cuartas partes del público medio del cine, y, si bien las mujeres pueden tolerar la vulgaridad en la pantalla, nunca lo hacen cuando está encarnada en su propio sexo”. Y remarcaba, además, que “la heroína de la pantalla no debe ser sólo decididamente agradable, sino que tiene que tener vida, tanto en los ojos como en la voz”. Era evidente que no le interesaba sólo tener delante de su cámara un rostro bonito.

Las cuestiones estrictamente técnicas también eran tenidas en cuenta por Hitchcock a la hora de elegir a sus féminas. “Dado que la pantalla no dispone en absoluto de distancia para hechizar la vista -porque los acontecimientos que muestra son llevados por lo general tan cerca de los espectadores que el rostro de la heroína se encuentra de hecho sólo a unos metros de los que están en las últimas filas- ésta tiene que poseer una belleza y una juventud reales”, aseguraba el director. Y aclaraba además que una heroína de la pantalla “no debe superar la talla mediana, ya que una mujer muy alta es sumamente difícil de fotografiar”.

Madeleine Carroll, Alma Reville y Alfred Hitchcock
en el set de "The 39 steps"
Leyendo esto, a nadie puede extrañar que Hitchcock haya manifestado que “no me gustan las mujeres a las que se les lee en la cara que son como el símbolo del sexo y que parece que lo llevan como letrero. Siempre he sostenido que una mujer delgada puede ser mucho más sexy que otra con dos sandías delante. Creo que la sensualidad de una mujer hay que descubrirla solo mirándola. Sí, me gusta el tipo de rubia fría. Frialdad aparente, porque en el momento en que se ponen en acción todas las barreras se rompen. Es el tipo de mujer inglesa. Todas parecen profesoras, pero dentro de un taxi, te pueden destrozar. Un tipo de rubia como el de Marilyn Monroe no me interesa. Llevan el sexo colgado de su cuello, como si fuera una joya”.

Las rubias, sus favoritas

Las rubias pueden ser un peligro. Esto bien lo sabía Hitchcock que a través de sus films ofreció un variado haz de blondas sofisticadas, fantasmales, vulnerables, distantes, incluso alguna medio ñoña. El maestro decía que prefería las heroínas rubias porque resultaban ser las mejores víctimas. “Son como la nieve virgen en donde destacan las huellas sangrientas”, decía.

GRACE KELLY. Fue, sin lugar a dudas, la encarnación viviente del ideal que tenía Hitchcock sobre la heroína de sus filmes. Trabajó como protagonista con el director en tres películas consecutivas: Dial M for murder (La llamada fatal, 1954), Rear window (La ventana indiscreta, 1954) y To catch a thief (Para atrapar a un ladrón, 1955). Hitchcock siempre sostuvo que cuando la actriz se retiró del cine para convertirse en la princesa de Mónaco lo vivió como una verdadera pérdida y tuvo que buscar afanosamente otras actrices de características similares sin conseguir nunca la sustituta ideal. Incluso, cuando diez años después Grace Kelly le escribió una carta donde le preguntaba “¿Tiene una película para mí?”, respondió en seguida mandándole el guión de Marnie la ladrona. Grace estuvo de acuerdo, Hitchcock estaba de acuerdo y Rainiero también, pero el pueblo monegasco se opuso y el proyecto fue a parar a manos de Tippi Hedren.

Para Hitchcock, Grace Kelly era el tipo de mujer que hace pensar en el sexo sin tener que hacer exhibiciones. Tenía un aire inglés que cautivó al director. Tanto lo cautivó que, según cuentan varios biógrafos de ‘Hitch’, le pidió a la actriz que le regalase un striptease mientras el la observaba desde la ventana que aparece en Rear window. Kelly complació de maravillas al director.

KIM NOVAK. Aunque solo rodó una película con don Alfred (Vertigo, 1958), está encuadrada, hoy en día, dentro del colectivo de “chicas de Hitchcock”. Las relaciones de éste con la actriz no fueron precisamente un ejemplo de cordialidad y prueba de este hecho son las declaraciones del propio director: “Ella tenía unas opiniones muy definidas sobre sí misma: su pelo tenía que ser siempre el mismo color rubio que le hizo famosa; no debía llevar trajes bajo ninguna circunstancia. Vino a mi casa sin que yo la hubiese visto antes previamente, y trajo estas condiciones. Le dije: Mire señorita Novak, usted se pone el color de cabello que quiera y lleve puesto lo que quiera, con tal que todo esté de acuerdo con el tema a interpretar. Y el tema requería que fuese en parte morena y que llevase un traje gris. En estos casos acostumbro a decir: escuche, haga lo que quiera; siempre queda la sala de montaje. Esto los corta y es el fin del asunto”.

Tippi Hedren, en una foto promocional
para el film "The byrds"
TIPPI HEDREN. Antes de protagonizar The birds (Los pájaros, 1963), no era conocida en la industria cinematográfica. Fue Hitchcock quien la descubrió, no solo por medio de este filme, sino también a causa de la película Marnie (Marnie, la ladrona, 1964), en la que Hedren tuvo a su cargo el papel estelar. Fue la fachada más glacial de todas las rubias de Hitchock.

MADELEINE CARROLL. Cronológicamente, la primera “chica Hitchcock”. Desde los filmes The 39 steps (Los 39 escalones, 1935) y The secret agent (El agente secreto, 1936) puso de manifiesto las principales características que habrían de reunir en el futuro las aspirantes a heroínas en las películas del maestro del suspense.

VERA MILES. Protagonista de dos de sus películas más representativas (Falso culpable en 1957 y Psicosis en 1960) y de varios episodios de su serie televisiva, el maestro deseaba convertirla en la nueva heroína rubia de todos sus films, aunque está claro que no daba ese aire atractivo y misterioso, respondiendo más bien a un tipo de mujer inteligente e interesante (perfil que, por cierto, no aparece para nada en Psicosis). La interpretación de la misteriosa Madeleine en Vértigo debería haber supuesto su lanzamiento definitivo. Todo el vestuario del film estaba listo y diseñado en función de su figura e incluso se había realizado un cuadro para el que había posado como modelo. Un inoportuno embarazo frustró sus aspiraciones profesionales y las ilusiones de Hitchcock.

Cary Grant y Eva Marie Saint en una
escena de "North by Northwest"
JANET LEIGH. Hitchcock le envió el libro de Psycho (Psicosis, 1960) y para convencerla de que aceptara el papel le dijo que la parte pequeña y no muy interesante que tenia el personaje de Marion Crane sería ampliada. Protagonizó la que tal vez sea la escena más famosa de todas las películas de ‘Hitch’ (el asesinato en la ducha) y aunque allí acabó su colaboración con el maestro siempre tuvo palabras de agradecimiento para con él. “Cuando estábamos a la mitad del rodaje, todo el mundo sabía que teníamos una buena película entre manos, pero nadie tenia la menor idea de que íbamos a hacer historia”, comentó la Leigh años después.

EVA-MARIE SAINT. Rubia gélida como pocas, supo dar la talla al lado de Cary Grant en North by northwest (Intriga internacional, 1959). Y debe mucho de su carrera posterior a su participación en ese film.

Psycho: En la ducha, nadie escuchará tu grito

Una casona en penumbras que respira encierro, soledad y locura por los cuatro costados. Una mujer que pagará el precio que el cine le tiene reservado a las que buscan salirse del molde. Un Edipo no resuelto. Una escena que se convirtió en un clásico. Y el gran Alfred abriéndole la puerta por primera vez al terror psicológico y demostrando, de paso, porque es uno de los grandes directores de todos los tiempos.

La famosísima escena de la ducha que Hitchcock filmó para Psycho (Psicosis, 1960), no es solo impactante por lo que sucede en ella, por su violencia, por el despliegue de ángulos que el director utilizó para realizarla (a una velocidad increíble, además), o incluso por la música de Bernard Herrman… Lo que realmente me impresionó la primera vez que la vi. –y todavía me impresiona– es que a media hora de haber comenzado la película, en aquella ducha del motel, bajo el grifo de agua hirviendo... ¡muere la protagonista! Y uno se preguntaba que demonios estaba pasando hasta que, llenos de asombro, comprobamos como la historia se retuerce hasta depositar el protagonismo en Norman Bates (ese muchacho desgarbado, de claro potencial psicótico, encarnado por Anthony Perkins) y en un personaje que recién se nos descubrirá al final: la madre de Norman.

Pero volvamos a la escena en cuestión. Hitchcock, con su punto de vista desde dentro de la ducha, nos muestra la sombra de alguien que se acerca a través de la cortina… Marion no sabe que esa sombra es una amenaza, ya que apenas puede ver… En décimas de segundo, la cortina de la ducha se descorre y aparece alguien a quien creemos identificar con una anciana que apuñala a Marion una y otra vez. La víctima cae muerta y con su mano derecha arranca la cortina, la sangre corre por el desagüe y el plano tremendo del ojo sin vida de Marion mirando la nada…

En realidad, esta secuencia es mucho más que una simple escena: sencillamente es una obra maestra del cine de terror. Marion Crane es salvajemente asesinada con nueve puñaladas, pero el espectador, en cambio, recibe cincuenta… Creo que en este contraste de la percepción visual y la impresión emocional está la clave de ese mítico e inolvidable momento. Cada plano en ese baño responde a la más pura esencia del cine de Hitchcock, a su mirada a veces sádica sobre la mente humana, y –posiblemente– a su visión del castigo que para él debían recibir las mujeres que no se comportaran correctamente.

Una rubia debilidad

Hitchcok y Janet Leigh conversan
durante un descanso del rodaje
¿Qué fue lo que hizo la pobre Marion para cerrar su calendario de forma tan violenta? Pobre secretaria en Phoenix, Arizona, Marion Crane no puede casarse con su amante, Sam Loomis, por la sencilla razón de no tener un peso para hacerlo. El destino pone en sus manos 40 mil dólares en efectivo, que su jefe le confía para depositarlos en el banco. Marion decide apoderarse de esa suma para comenzar con Sam una nueva vida en California. Durante su huida, una violenta tormenta la obliga a detenerse por la noche en un motel solitario. El dueño, Norman Bates, un joven tímido que diseca pájaros como hobby, vive con su anciana madre en una casa próxima de estilo gótico. La muchacha renta una habitación y será en el baño de la misma que encontrará la muerte a manos de la siniestra silueta. Crimen y castigo según Hitchcock.

Pero hay más. Durante la cena que comparten Marion y Norman antes de que la joven se meta en el cuarto, podemos observar como el muchacho parece sentirse atraído por ella… Tal vez su forma de hablar, sus ganas de conquistar una vida mejor o ciertos gestos seductores despiertan en Norman sentimientos que sencillamente no puede permitirse sin que su madre se enfade por ello… Y a escondidas, a través de un pequeño orificio en la pared, verá como Marion se desviste y se apronta para la ducha. Las luces amarillas se encienden en el cerebro del dueño del motel. ¿O es en el cerebro de su mamá? Una mujer que se aventura sola por los caminos no puede ser otra cosa que una perdida. Crimen y castigo según la madre y el hijo.

Cometido el asesinato, Norman queda desolado al ver el cadáver pero, leal a su madre, limpia con frenética minuciosidad el baño y hace desaparecer el cuerpo de Marion y, sin saberlo, los 40 mil dólares, al empujar su automóvil dentro de un estanque. Mamá puede dormir tranquila.

A la sombra de la madre

Como ya lo había hecho en Rebecca varios años antes, Hitchcock hilvana la segunda parte del film gracias a un personaje al que no vemos pero cuya presencia en la trama no puede disimularse: la madre. Apenas la inferimos como una sombra en la ventana de la casa y en contadas oportunidades escucharemos su voz chillona dirigiéndose a su hijo. Sólo al final sabremos que ver al muchacho es ver a Norma Bates, la mujer que le transfirió una pesada carga desde la misma elección de su nombre. En los últimos minutos de la película, el doctor Richmond explica que Norman es un maníaco homicida que conservó el cuerpo embalsamado de su madre en la casa y que, en su esfuerzo por negar su matricidio, asumió su identidad, tras envenenar, ocho años antes a aquélla y a su amante.

La explicación final del psiquiatra sólo confirma lo que ya sabemos: que Norman Bates está alienado y por ello ha cometido un número de asesinatos que no se puede fijar. ¿Pero cómo ha llegado a ese terrible estado? ¿Puede una madre odiar tanto a su hijo que destruya de tal modo su vida?

Pero por otro lado, ¿es Norman Bates un pobre hombre que está dominado por su madre y que llegará a extremos alucinantes simplemente porque tiene una dualidad en su cabeza? Lo que quiere y lo que piensa él, ¿es lo que quiere y piensa mamá? Si bien parece no reprimir el odio hacia su progenitora y rebelarse interiormente contra ella, ¿por qué acepta su papel y actúa contra su propia voluntad?

Creo que podemos aventurar la hipótesis de que el personaje de Norman Bates (me refiero a su construcción psicológica, no a sus acciones) está basado en H. P. Lovecraft: un hombre solitario, enfermizo, con una fuerte carga emocional producto de su atormentada infancia al lado de una madre neurótica por el abandono de su marido, que en represalia a su odio contra los hombres, descarga en su hijo sus múltiples insatisfacciones hasta el grado de no dejarlo desarrollar su propia vida, manteniéndolo siempre “pegado a sus faldas”. Robert Bloch, el autor de la novela original, tenía a Lovecraft al tope de la lista de sus autores más admirados.

Tratando de reconstruir la vida de Norman Bates, tenemos como punto de partida a una mujer que fue abandonada por su marido con un hijo pequeño, al cual tuvo que sacar adelante sola. Norma Bates concibe un odio irracional hacia los hombres, transmitiendo su neurosis a su hijo al someterlo a una relación de dominación total. De hecho, impide su crecimiento mental “al martirizarlo con sentimientos de culpa, pues para lograr esta sumisión, lo ha educado con la creencia de que si algún día llega a abandonarla por otra mujer (al igual que lo hizo su padre), algo terrible sucederá”. (1) La escena de la cena de Norman con Marion, cuando ésta insinúa que tal vez debería encerrar a su madre en un malcomió, deja traslucir esta idea de dependencia: si bien en un primer momento Norman se queja de la dominación, ante la posibilidad de romper esos lazos su mente se desboca, pues no puede ya concebir la vida sin la relación con su madre.

Además, no podemos olvidar que Hitchcock omite un factor fundamental que la novela de Bloch nos presenta explícitamente: la religión. La madre de Norman es una mujer frustrada sexualmente, que se refugia en la religión “como una forma de evasión a sus pulsiones y transmite a su hijo la idea de que todo lo funesto de esta vida es consecuencia de excesos en el sexo, lo cual es un gran pecado”. (2) Sin embargo, “esta visión enfermiza de lo sexual conlleva una realidad mucho más depravada que la que se acusa: el incesto. La madre, al volcar todo su afecto en el hijo, ha propiciado un desarrollo torcido del complejo de Edipo, término psicoanalítico desarrollado por Freud para explicar la temprana atracción del niño hacia sus padres, el cual en la mayoría de los casos se supera con facilidad”. (3)

En una de las mejores secuencias de la película, Lila Crane entra a la casa Bates en busca de la madre de Norman para interrogarla sobre el paradero de su hermana y, sin palabras, la cámara se convierte en nuestra mirada al recorrer las viejas habitaciones: la escalera; un cuarto de baño que parece salido de una estampa del siglo XIX; la habitación de la anciana madre donde se respira una atmósfera fuera del tiempo; la propia recámara del muchacho, llena aún de juguetes, con la cama de niño donde todavía duerme el hombre, con libros cuyos títulos no conocemos pero cuya naturaleza se insinúa con la azorada mirada de Lila al abrir uno que jamás se muestra en pantalla. En su recorrido, la cámara ha reflejado las tres personalidades que se encierran en la mente de Norman: la del adulto con motivaciones sexuales, la del niño que reprime esos impulsos y la de la propia madre.

Es de imaginar que, durante los largos años en los que Norman Bates vive solo con el cadáver disecado de su madre, todas sus manías se han exacerbado. Su sexualidad reprimida sólo se permite ser satisfecha por medio de la observación, del voyeurismo. Para esto, tiene un agujero en la pared de su oficina que va a dar a la habitación contigua. Gusta de mirar a las escasas jóvenes bellas que paran en su motel, a las que deliberadamente les proporciona ese cuarto con el objeto de espiarlas. Cuando Marion Crane decide alojarse, Norman titubea ante el manojo de llaves para decidirse por fin a entregarle la correspondiente al número 1. Tras la cena con la muchacha, que ha exacerbado sus deseos, la observa mientras se desnuda para tomar un baño. Y es entonces cuando convergen las múltiples personalidades de Norman: el hombre se siente excitado ante el cuerpo desnudo de la muchacha, pero el niño sabe que eso es pecado, que la mujer es mala porque lo ha tentado con su cuerpo y debe ser destruida. Pero ese ser infantilizado es demasiado débil como para llevar a cabo una empresa de esa magnitud, y debe ser por consiguiente la madre la que lo libre de esos terribles males, la que mate a la perra que lo ha perturbado.

Mamita querida

El psiquiatra que da su diagnóstico al final no logra captar en su totalidad la horrorizante situación en que ha quedado el protagonista. En su primera declaración, menciona que su madre es la que siempre ha matado a las mujeres que lo trataban de pervertir o a quien trataba de hacerle algún daño. Pero su realidad última es aun más escalofriante: las tres personalidades de Norman se han fundido en una sola, en la de la madre. Pero es una madre buena e inocente, que ha sido víctima de un niño malo que mató a su amante y desenterró el cadáver, y de un hombre malo que la tenía encerrada y que, dominado por sus sucios deseos, mataba a las mujeres. Ella, la madre, es inocente, “incapaz de matar una mosca”, según el libro de Bloch.

De un horror psicológico refinado que logra envolver al espectador, las soberbias escenas de Psicosis crean un lazo de simpatía con los personajes, primero con Marion, luego con Norman. Y tal vez en este punto se evidencia el macabro sentido del humor de Hitchcock, al hacernos sentir que lo sucedido con Norman puede pasarle a cualquiera de nosotros. Como diría el mismo Bates, “creo que todos nos volvemos un poco locos, a veces”.

NOTAS
1. El oscuro mundo de Norman Bates. Lic. Lenina M. Méndez. España, 1999.
2. Ibid.
3. Enciclopedia de la psicología. Lic. Carlos Gispert. Océano, Barcelona, 1983, p. 7

lunes, 24 de noviembre de 2014

Carrie: Ardiendo en el infierno

Con su primera menstruación, rompió una lamparita. Cuando la bañaron en sangre de cerdo, se llevó por delante a todo el pueblo. Y es que la hemoglobina la convierte en una fuerza de la naturaleza, un torbellino infernal capaz de crucificar a su madre con cuchillos dirigidos telepáticamente y de darle un falso susto, post mortem, fundacional, a la pobre Amy Irving. Hace unos días se cumplieron 38 años de su estreno, pero todavía asusta.

Stephen King escribió Carrie, su primera novela, en 1974 y el éxito conseguido provocó que de inmediato se planteara la conversión del libro al formato cinematográfico. Para tal fin, la United Artists contrató a Brian de Palma, que venía de ganar el Premio Británico En el Festival de Edimburgo de 1976 con su film Obsession.

King estructuró la novela intercalando su propia narración con extractos de noticias periodísticas, encuestas, actas de juicios, libros de medicina, etc., que contribuyeron a dotar de verosimilitud los hechos que narraba. Lawrence D. Cohen, sin embargo, optó por la narración lineal a la hora de adaptar el relato al cine, aunque las diferencias entre ambas obras son escasas: en el relato de King, la madre de Carrie muere a consecuencia de un paro cardíaco provocado por la joven, mientras que los efectos devastadores que provoca su venganza alcanzan en el libro proporciones tan astronómicas (todo el pueblo en llamas, decenas de muertos, explosiones, manzanas enteras desaparecidas) que sin duda habrían resultado excesivas en el film.

Por lo demás, De Palma construye su película siguiendo fielmente una historia que le ofrece suficientes elementos como para desarrollar su talento cinematográfico más allá de los obligatorios golpes de efecto que requiere un relato terrorífico (en este sentido resulta ejemplar el tremendo shock final, que puede considerarse iniciador de toda una interminable serie de sustos in extremis dentro del género).

Se ha dicho a menudo que las connotaciones religiosas de Carrie no tienen nada que ver con la imaginación visual de De Palma, mero ilustrador de un argumento ajeno. No obstante, es el director de Nueva Jersey quien asesina al personaje de la madre con una crucifixión (nada mejor para una auténtica fanática religiosa), acribillándola a cuchilladas y mostrándola en postura idéntica a la de la imagen de San Sebastián que guarda en el cuarto oscuro donde castiga a su hija. Evidentemente se trata de una muestra más del barroquismo del realizador, pero también de su interés por acentuar los aspectos religiosos de la historia. De hecho, la simbología en este sentido se sucede sin descanso, ya proceda del material literario original o del sentido visual de De Palma, desde el carácter iniciático de la menstruación de Carrie, detonante de todos los hechos posteriores (magníficamente rodada), hasta el bautismo macabro que recibe la joven cuando le cae encima el balde de sangre.

Independientemente de la calidad del material literario de King, Carrie es una de las mejores adaptaciones de su obra gracias a que De Palma convierte la historia en uno más de sus argumentos. Como el director reconoció, «una historia como la de Carrie me permite optar por el estilo más barroco que se pueda imaginar». No solo aporta soluciones argumentales de cosecha propia, sino que además condiciona la acción a su estilo visual, utilizando algunos de sus recursos habituales, aunque no siempre con idénticos resultados.

La cámara lenta, tanto en la coronación de Tommy y Carrie como en la escena inicial en las duchas, tiene una función dramática contundente, alargando las secuencias casi hasta la exasperación y creando un clima malsano, de expectativa de tragedia desconocida, que funciona de forma soberbia. En ambos casos, cuando la acción recupera su velocidad normal, sobreviene el desastre (la furia desatada en la fiesta y la burla en las duchas). En cambio, la utilización de la pantalla dividida en la escena de la masacre, sin bien sobrecoge no resulta tan efectiva, como el propio director reconoció posteriormente.

En la mayoría de sus primeras obras, De Palma hacía uso del split screen para mostrar dos puntos de vista de la misma acción de manera simultánea. Si bien acertó en algunas ocasiones no sucedió lo mismo con Carrie, donde la división de la pantalla tiende a dispersar la atención del espectador. Además, resulta imposible apartar la vista de la impactante imagen de Carrie bañada en sangre, con sus grandes y blancos ojos abiertos desmesuradamente.

La fotografía de Mario Tosi, con quien De Palma no volvería a trabajar, abunda en tonos que contribuyen a crear una atmósfera sucia e irreal, mientras que la música de Pino Donaggio (en su primera colaboración con De Palma, tras el fallecimiento de Bernard Herrmann) le calza a la película como un guante.

Otra de las grandes e indiscutibles virtudes de Carrie es Sissy Spacek, magnífica en el papel de la jovencita apocada que paulatinamente se hace consciente de sus poderes telequinésicos y acaba sembrando la destrucción en una sangrienta venganza que termina con otra acción simbólica: el asesinato de la madre. Spacek no era ya una adolescente (contaba 27 años, aunque Carrie era sólo su quinta película), pero su físico se adaptó perfectamente al personaje, por el que obtuvo una nominación al Oscar, además de verse beneficiada con el gran éxito que consiguió el film, un claro ejemplo de producto terrorífico resuelto con brillantez, altamente rentable y que hoy todavía es capaz de poner los pelos de punta.

Ficha técnica:

Título original: Carrie (Estados Unidos, 1976)
Dirección: Brian De Palma. Producción: United Artists.
Guión: Lawrence D. Cohen, según la novela de Stephen King.
Fotografía: Mario Tosi. Dirección artística: William Kenny y Jack Fisk.
Música: Pino Donaggio. Montaje: Paul Hirsch.
Efectos especiales: Gregory Auer. Duración: 94 minutos.
Intérpretes: Sissy Spacek (Carry White), Piper Laurie (Margaret White),
Amy Irving (Sue Snell), Nancy Allen (Chris Hargenson), William Katt (Tommy Ross),
John Travolta (Billy Nolan), Betty Buckley (Srta. Collins), P.J. Soles (Norma Watson),
Sydney Lassick (Sr. Fromm), Michael Talbot (Freddy), Cameron De Palma (niño de
la bicicleta).